lunes, 4 de abril de 2011

¿Gobernar o administrar Santiago?*

* Por Rodrigo Vidal Rojas

Mientras gobernar es orientar la decisión en función de la voluntad colectiva, administrar es consagrar la evidencia. Santiago, desde hace ya muchas décadas, no se gobierna, se administra. Y desde la década de los ochenta, se hace con criterios casi exclusivamente economicistas, cuyo eje es la desafectación de zonas rurales en torno a la ciudad y su transformación en zonas urbanizables para una supuesta disminución del precio del suelo en favor de los más necesitados. Esta idea fue impuesta con fuerza en Chile por Arnold Harberger y sus discípulos chilenos, entre fines de los ’70 y comienzos de los ’80. Hoy día, a propósito de la modificación del Plan Regulador Metropolitano de Santiago, la ministra Magdalena Matte se hace eco de esta idea, declarando que “los precios de los suelos van a bajar y así vamos a tener más alternativas para las familias vulnerables”.

Contrariamente a lo anterior, la evidencia muestra que los terrenos hacia los cuales se ha expandido la ciudad producto de aquella idea, han sido predominantemente ocupados por familia de ingresos de nivel medio alto a muy alto: Chicureo, Lomas de Lo Aguirre, Valle Escondido, La Dehesa, Peñalolén Alto, La Reina Alto, Pirque, Padre Hurtado, etc., barrios todos nacidos de esta ideología consagrada en el Decreto Supremo 420 de 1979, que eliminó el límite urbano y permitió la expansión. En lugar de vivienda social, áreas verdes públicas, parcelas productivas o sostenibilidad ambiental lo que ha surgido ha sido residencia de alto estándar en suelos de alta plusvalía, es decir, algo absolutamente distinto a lo postulado por los ideólogos de la expansión física de la ciudad, desde Harberger a Matte. La vivienda de interés social sigue, en general, enclavada en terrenos de baja calidad, de mala accesibilidad, de baja presencia de áreas verdes y no precisamente en torno a estos barrios de lujo.

Lo más grave de todo es que esta ideología y práctica del expansionismo físico de la ciudad, propia de los países de economía anómala (con crecimiento sostenido, alta concentración de la riqueza en el quintil superior y fuerte centralización territorial), se funda en el error de pensar que los grandes problemas urbanos y de calidad de vida se resuelven haciendo crecer Santiago. Con esta decisión se administra el capital de los principales grupos económicos, porque detrás de esta decisión existe la presión de empresas inmobiliarias, empresas constructoras y equipos consultores, que ven en esto un gran negocio. Detrás de esto no está la voluntad política de orientar el desarrollo de la ciudad hacia la conveniencia de todos, especialmente los más vulnerables, ni una mirada de sostenibilidad ambiental o de futuro, ni tampoco gobierno de la ciudad, por más que algunos quieran imponer la idea de que se administra o estandariza el crecimiento.

Un ejemplo que muestra esta práctica de administrar el territorio y no de gobernarlo, es que se asume como un hecho que la capital tendrá dentro de 20 años 1.600.000 habitantes más, los que se podrán albergar en los nuevos terrenos desafectados. Pero no se escucha a expertos, políticos, legisladores o empresarios, proponer políticas tendientes a evitar este crecimiento demográfico en una ciudad sobresaturada, reorientándolo hacia regiones. Se administra la tendencia, no se gobierna la ciudad.

Probablemente el intendente de la Región Metropolitana, el empresario inmobiliario Fernando Echeverría, tenga razón cuando plantea que los desarrolladores inmobiliarios deberán encargarse de mejorar la conectividad de los nuevos polos urbanos; de crear y mantener áreas verdes durante los 5 primeros años y de asegurar un mínimo de 8% de suelo a vivienda social. Lo primero es un excelente negocio para las concesionarias de autopistas; lo segundo, los desarrolladores inmobiliarios lo harían de todos modos ya que eso les permite encarecer el valor de venta comercial de los bienes inmuebles ofreciendo entorno de calidad y no necesariamente sostenibilidad; lo tercero también es viable confinando la vivienda social a los sectores más baratos, menos accesibles, a grandes distancias de los centros de trabajo, con mala conectividad de transporte público y menos atractivos paisajísticamente; donde puedan vivir los pobres bien amontonados. ¿O alguien ha visto en Chile a las familias más pobres cohabitando con las más acomodadas en barrios con áreas verdes compartidas?

Para que la expansión física de la ciudad no sea solo un jugoso negocio para las empresas vinculadas al desarrollo territorial e inmobiliario, y tengan algún impacto para la mayoría de los habitantes, propongo: (1) Elaborar una política nacional de localización de la población, a lo largo del territorio, estimulando el empleo, la producción, la educación, la salud, la calidad de vida en diversas regiones; (2) establecer una estrategia de regeneración urbana al interior del actual área urbanizada; (3) relacionado con lo anterior, aprovechar al máximo los suelos disponibles al interior del casco urbano, muchos de ellos caros y privados, utilizando de manera eficaz el impopular instrumento de expropiación por razones de bien común; (4) mantener y mejorar el subsidio de localización que el MINVU pretende eliminar, para estimular una política favorable a la vivienda de interés social; (5) crear un anillo verde inconstructible en torno a la ciudad de Santiago, y (6) promover el desarrollo o consolidación de unidades urbanas relativamente autónomas, a una distancia de no menos de 20 kilómetros del límite urbano de la ciudad, conectadas con trenes regionales de acercamiento.

En otras palabras, gobernar el territorio y la ciudad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El crudo y frío análisis que el doctor Vidal Rojas hace de la prolongada patología urbanística de Santiago de Chile, y de las secuelas que ella ha acarreado para la calidad de vida de la inmensa mayoría de la población actual capitalina, y acarreará para las generaciones venideras, deja en verdad muy poco espacio para un optimismo medianamente realista sobre las soluciones que el autor plantea al final de su análisis. Las seis medidas que él propone revelan sin duda una visión humana de la ciudad como idea y lugar del Hombre, pero para que ellas sean devengan en realidad presuponen una voluntad política de "gobernar" que en este país no se ve por ninguna parte, ni a la derecha ni a la izquierda, ni arriba ni a abajo. En la elaboración los llamados "planos reguladores" el Estado como única salvaguardia de los intereses colectivos de los ciudadanos de ahora y de mañana brilla por su ausencia. En su lugar campean sin contrapeso los intereses finacieros de grupos de inversionistas cortoplacistas. Hoy, como hace 500 años, los actuales "planes reguladores" parecen diseñados en el Consejo de Indias de Sevilla. La señora Matte sólo se limita a cumplir las funciones delegadas en ella por los alarifes reales, instalados ahora en los pisos superiores de la banca.
Además, el problema de fondo que plantea el artículo de Vidal Rojas no sólo afecta a Santiago, que es la ciudad más grande en lo que nos va quedando como país, pero no la única. Como ejemplo, basta echar un vistazo al "Plan Regulador" de Valparaíso, ciudad que como "Patrimonio Cultural de la Humanidad" merecería sin duda un tratamiento y dedicación muy particular. Pero para que ello fuera al menos objeto de discusión, se requeriría que los "administradores municipales" entendieran fondo y entorno del adjetivo "cultural", que ellos pronuncian con sonrisa de dientes falsos, sin entenderlo más que como una palabreja inocua suena bien en declaraciones públicas. Baste recordar que en el caso de Valparaíso, que ya se despidió de sus 40 ascensores, y en donde el fuego sigue siendo una herramienta esencial de trabajo de los "planificadores urbanos". Recordemos el incendio de la calle Serrano: una solución neroniana a una serie de incómodas trabas patrimoniales, que gracias al fuego desaparecieron en un abracadabra tan siniestro como efectivo.

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