Sábado 17 de diciembre de 2016
“Preferiría no tener que escribirte estas líneas, pero es
mejor que te enteres por mí antes que por terceras personas”.
Esta es más o menos
la sensación que tengo mientras redacto esta nota, pero me veo obligado a
enfrentar con realismo nuestra situación: hemos llegado al punto en que tenemos
que comenzar a olvidarnos de la reforma de educación superior y hacernos la
idea que esta aventura fracasó.
Desde un inicio el
proyecto fue un conjunto de informaciones confusas, agravadas por la proliferación
de minutas que mencionaban, sin precisión mayor, los temas que abordaría.
Ni hablar de las
veces que se avisó su pronta entrega al Congreso. Recuerdo al menos seis
anuncios con sus respectivas postergaciones.
En medio de este
festival de desaciertos, la Presidenta Bachelet informó que la gratuidad se
adelantaría un año y que, en lugar de comenzar en 2017, lo haría en 2016. Esta
situación dejó uno de los ejes de la reforma expuesto a los resultados de las
componendas propias de la discusión presupuestaria en el parlamento.
Finalmente, el 4 de
julio de este año se ingresó al Congreso, para desconcierto de muchos y desazón
de casi todos. El proyecto logró algo inédito: concitar el rechazo general de
los actores involucrados, incluidos aquellos que más lo propiciaban.
Las razones son varias,
por lo que sólo enuncio las más importantes.
Primero, no terminaba
con la competencia de mercado como motor del desarrollo de la educación
superior, ya que confundía la fuente de recursos (el Fisco) con la modalidad de
asignación (por productividad, por cantidad de matrícula, etc.). Eso es algo
más que un insensato pecado de juventud.
Segundo, porque no
establecía una nueva relación entre el Estado y sus universidades, y sólo
aumentaba la presencia de los representantes del Gobierno en las Juntas
Directivas y creaba un fondo exclusivo, no precisado y sujeto a la discusión
presupuestaria anual.
Tercero, porque
ponía a las universidades privadas del Consejo de Rectores, cuyo aporte
científico y educativo al país ha sido invaluable, al mismo nivel que las
universidades privadas fundadas bajo la legislación de 1980.
Cuarto, porque generaba
una regulación para el sector privado escasamente aplicable y que no da
garantías de poder controlar el ejercicio encubierto del lucro que, por ser
encubierto, oficialmente no nos consta que exista.
Quinto, condicionaba
la expansión de la gratuidad a otros sectores sociales, a los ingresos fiscales
y el crecimiento del PIB, por lo que no es posible garantizar que ella existirá
alguna vez como fue pensada y prometida.
Menciono estos
puntos por parecerme los más importantes, pero también jugaron un rol en el
descontento generar un sistema de acreditación que afecta la autonomía de las
instituciones y una regulación de precios y vacantes que las inmoviliza. Ni
hablar de la consolidación de un modelo de financiamiento a la demanda y no a
la oferta (suponer que entregar el dinero a los alumnos antes de matricularse o
hacerlo directamente a la institución de acuerdo al número de alumnos que
matricula son dos cosas muy distintas es otro insensato pecado de juventud).
El resultado ha
sido el peor de los esperados: un proyecto de reforma que no dejó contento a
nadie, la promesa de una indicación sustitutiva que al parecer ya no llegará y
la esperanza de lograr en el año que viene que la Cámara de Diputados apruebe,
al menos, la idea de legislar en general sobre el proyecto. Lo que no significa
mucho más que luego lo devolverá a la Comisión respectiva para su estudio y en
seguida regresará a la Cámara para su votación artículo por artículo. Concluida
esta etapa, recién se remitirá al Senado, que repetirá el mismo proceso. Para
tener una idea: la tramitación del proyecto de Ley de Aseguramiento de la
Calidad requirió tres años (desde abril de 2003 hasta octubre de 2006), se le
hicieron más de 500 indicaciones y sólo tenía 43 artículos. Bastante modesto si
se consideran los 202 que contempla el proyecto de reforma.
No tengo mucho más que
decir.
Tendremos que
aceptar que legaremos a los jóvenes una gratuidad desnutrida, sujeta a la
discusión presupuestaria anual y, por lo mismo, expuesta a las condiciones que las
fuerzas parlamentarias logren imponer. Como ya sucedió el año 2016 (con la extensión,
sin control público alguno, del financiamiento de gratuidad a todas las
instituciones acreditadas por más de cuatro años, incluidas las privadas
fundadas en los 80), ocurrió nuevamente este año (con la extensión de becas
exclusivas de las instituciones del Consejo de Rectores a las universidades
privadas fundadas en los 80) y ocurrirá en el futuro con otros fondos, mientras
no exista una Ley.
Como dije, preferiría
no tener que escribirte estas líneas, pero creo que nuestra fantasía llegó a su
fin, del modo más estrepitoso e imperdonable.