martes, 19 de junio de 2018

Reforma de Educación Superior y Acreditación de Calidad

Implementar la Reforma de Educación Superior será en muchos aspectos – qué duda cabe – un gran problema, tanto para el Estado como para las universidades.
Habrá que crear nuevos organismos públicos y generar un sinfín de reglamentos. También existirán más exigencias de informar, de reestructurar los sistemas contables, de calcular vacantes y aranceles, de formalizar los vínculos con personas relacionadas, entre otras.
Hay un aspecto, sin embargo, en que la Reforma puede ser una gran oportunidad: en la reformulación del sistema de aseguramiento de la calidad y los procesos de acreditación.
Descontando los escándalos de corrupción y algunas actuaciones ambiguas de la Comisión Nacional de Acreditación (CNA), dos me parece que son los principales problemas. Por una parte, las dimensiones que ha tomado esta operación y, por otra, su carácter eminentemente auditor y administrativo.
El modelo vigente, basado en acreditación institucional y de programas de pre y post grado, ha adquirido proporciones elefantiásicas. Sólo a nivel universitario, desde el año 2000 a la fecha, se han realizado más de 200 procesos de acreditación institucional, casi 2.800 de carreras de pregrado y cerca de 1.700 de postgrado y especialidades médicas. En costos directos esto ha significado a las instituciones unos 25 mil millones de pesos. A ello se debe sumar el contingente profesional y técnico necesario (y creciente) para coordinar estos procesos. Y, más grave aún, la cantidad de horas que profesores y profesoras deben destinar a actividades secundarias, como ésta. En otras palabras, la acreditación se ha vuelto mucho más una función de la economía, que de la educación.
La forma como se han conceptualizado e implementado estos procesos, en tanto, ha sido crecientemente burocrática y administrativa. Pautas normadas al detalle, preguntas estándar y especies de listas de chequeo de actividades y procedimientos, han reemplazado a un análisis focalizado de contenido y pertinencia. De continuar así, los pares evaluadores ya no serán necesarios. Bastará con que un técnico auditor vaya a verificar en terreno el grado de cumplimiento de las prescripciones que la CNA haga.
La futura Ley establece la reformulación de la CNA y la creación de criterios y estándares para acreditar, que deberán ser definidos por ésta, con consulta a comités de expertos y a las propias instituciones.
Esta es una oportunidad única para avanzar hacia un sistema nuevo, que conceptualice los procesos de acreditación de una forma que sean efectivamente útiles a la calidad de la educación y no sólo a la reproducción de lógicas y aparatos administrativos, o a la economía.
Por supuesto, no se trata de cuestionar el rol que la CNA ha jugado en un contexto educativo casi completamente desregulado, donde el abuso y la precariedad fueron norma en un extenso sector. Pero el sistema de educación superior chileno ha cambiado desde 1999 a la fecha. Muchas instituciones han adquirido una complejidad que hace innecesario seguir yendo a verificar si cuentan con salas de clase, biblioteca o tienen organigrama.
Es de esperar que se avance hacia un sistema que, primero, se base en una clasificación de universidades. Luego, priorice una evaluación focalizada y centrada en el contenido y la pertinencia del trabajo desarrollado. Y, por último, no impulse la reproducción y expansión de aparatos burocráticos al interior de las universidades, que se transformen en réplicas a escala de la CNA.
--> Como señalé al comienzo, ésta es una gran oportunidad de cambiar la mirada, que espero sepan aprovechar quienes implementen este aspecto de la ley. Sobre todo, porque no volveremos a tener una opción como ésta sino hasta dentro de muchos años.

martes, 16 de enero de 2018

¿CUÁNTAS DIVISIONES TIENE EL PAPA?

Por Omar Saavedra Santis


            Comenzaba febrero de 1945 cuando en el balneario de Yalta en el Mar Negro, se reunían Churchill, Roosevelt y Stalin para acordar el destino de Europa después de la guerra que desde hacía cinco años destripaba a Europa y el mundo. Pocos días antes, la 322ª división de fusileros del Ejército Rojo había liberado Auschwitz y tres meses después, primero en el Colegio Técnico de Reims y luego en el barrio berlinés de Karlhorst, los últimos generales de Hitler firmarían ante los aliados la capitulación y el fin del Tercer Reich. En algún momento del encuentro cumbre en Yalta el premier británico (a quién, en aquel entonces, Stalin solía alabar como “un hombre que el mundo sólo ve cada cien años”) sugirió a sus aliados invitar al romano pontífice a hacerse parte activa de las conversaciones sobre el reordenamiento europeo que habría de seguir a la Segunda Guerra. Seguro que se trató de un practical joke dirigido con calculada melifluidad al Supremo del Kremlin. Después de escucharlo, Josef Wissarionowitsch (a quién, en aquel entonces, Churchill solía alabar como “un gran hombre que toma sus decisiones con enorme amplitud de visión”) dio una calmosa tirada a su pipa y respondió al rejonazo del inglés con afectada pachorra: “… ustedes saben, señores, que las guerras se hacen con soldados, tanques y cañones”, y agregó la pregunta famosa: “¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”. Por supuesto, tanto el padrecito Stalin como sus aliados Churchill y Roosevelt sabían que las fuerzas armadas vaticanas de entonces no era más más que una emperifollada Guardia Suiza la que, después de siglos de cristiana beligerancia bajo las órdenes del Sumo Pontífice, había devenido en una pintoresca guarnición de tarjeta postal cuya principal tarea milica consistía en pulir sus alabardas y sacudir el emplumado de su morriones. La frase de Stalin no fue una chirigota dictada por el cinismo sino una soberbia expresión de ignorancia ante el poder de la iglesia y de la iglesia como poder.

            Mi Reino no es de este mundo (Jn 18: 36)
            No era entonces (ni lo es ahora) condición imprescindible reconocer filas en Cristo, mucho menos ser eclesiólogo, para saber que los últimos dos mil años de historia de occidente serían, sin la entresijada aportación de las iglesias cristianas, tan inimaginables e incomprensibles como lo sería el cristianismo mismo sin su precedencia judía. Verdad es también que los orígenes de lo que, no sin un dejo harto suficientillo, llamamos cultura occidental se hunden en tiempos bastante anteriores a la escritura del Libro y a los 27 opúsculos del Nuevo Testamento. Como sea, basta una ojeada leve a la teratológica enciclopedia de internet, para aventar cualquier duda que se pudiera tener acerca de la omnipresencia de la idea y la acción cristiana a lo largo, ancho y hondo de esa historia que se prolonga hasta hoy y que, con cierta certeza, se prolongará todavía quién sabe hasta cuándo. Ha sido un luengo tiempo en que la cruz, tanto en su alegórica trascendencia como en su materialidad inexorable, ha estado presente en nuestros humanos e inhumanos afanes en forma de esplendores fascinantes y tinieblas despiadadas. Largo y doloroso fue el calvario que la prístina cristiandad  tuvo que recorrer antes de que los emperadores Constantino y Licinius, en el año 313, pusieran sus sellos en el acuerdo de Milán, el que, junto con buscar una efímera tregua en la disputa de ambos por el poder total sobre un dividido imperio crepuscular,  otorgaba a “los cristianos y a todos los otros la libertad de seguir la religión que bien plugiesen, para que la divinidad que está en el cielo, cualquiera ella fuere, nos sea propicia a nuestra paz y prosperidad”. Aunque el documento estipulaba la devolución a la joven iglesia de todos sus bienes y el libre acceso a sus lugares de culto, él solo le aseguraba una igualdad de trato en relación a las muchas, aún existentes, idolatrías tradicionales, no su preeminencia sobre ellas. Esta condescendencia politeísta será breve. La iglesia ya había ganado y sumado para sí suficientes almas con influencia en la gestión terrenal como para exigir la exclusión de cualquier otro credo que no fuera el de la cruz. Así es como en el año 380 el cristianismo obtiene de la magna autoridad imperial la concesión monopólica de la fe para todos sus territorios. No fue un óbolo a cambio de nada, sino un capítulo más de la milenaria práctica marchante: pasando y pasando. Porque a cambio desta gracia concedida la iglesia decretó la sacralización del emperador, la que le otorgaba a este un origen divino. Es la hora de nacencia del imperator christianissimus. Deste modo, los imperios y monarquías que generaba el nuevo orden político recibirán de la iglesia la acreditación teológica de su poder absoluto, un requisito imprescindible para el ejercicio del mismo. Con toda modestia entonces, el emperador renuncia a ser dios para convertirse en el Elegido de Dios para el gobierno de los hombres; y con la misma modestia el Papa se hace proclamar “Vicario de Cristo” en la tierra. En esta parte, valga recordar que, según Juan el Evangelista, una de las frases fundacionales pronunciadas por Jesús ante Pilatos fue: “Mi Reino no es de este mundo”. Así, la “fe verdadera” de los católicos y la “fe verdadera” de los ortodoxos, de la mano con señores, reyes, emperadores y zares cristianos dan inicio a los siglos misioneros de conversión: la campaña religiosa militar más larga  que conoce la historia.

Y les dijo: id por el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. (Mc 16:15)
La cristianización de Europa primero y la de América después, fueron prolongadas empresas de cirugía mayor en el cuerpo de innúmeras turbas paganas (y también en el de opciones cristianas discrepantes, que no han sido pocas) ejecutadas por mesnadas de hábito y espada sin anestesia ni paliativos. La militarización del cristianismo fue la consecuencia lógica de la doctrina de “la guerra justa” de la que hablaba San Agustín. Las efemérides guerreras bajo el signo de la cruz atiborran los calendarios cristianos desde sus albores constantinos hasta muy entrado el siglo XX. En un estricto sentido pedestre la ecclesia militans  mutó, con éxito indiscutido, en ecclesia triumphans. Los mares de agua bautismal en los que Occidente (nuestra América incluida) fue obligado a navegar hacia su destino cristiano fueron tormentosos y espesamente tintos. Quizá suene esto como una hipérbole truculenta, pero la sangre que desborda los primeros dieciocho siglos de nuestra cristiana historia es demasiada como para achacarla a un simple exceso de algunos creyentes a los que, en algún momento de excesivo fervor, se les fue la mano. No. La cristianización fue un pío maelstrom de dilatada violencia que multiplicó su contundencia misional en perfecta concordancia con las sucesivas mitosis del cristianismo, que lo hizo extenderse polimorfo, impetuoso e indetenible en las cuatro direcciones. Desta energía reproductiva resultaron variadas fracciones cristianas, algunas de las cuales parecieron empeñarse en emular entre ellas por alcanzar la divina virtud a través de lo abyecto y del intercambio recíproco de iniquidades. La belicosidad de los enfrentamientos entre las fuerzas de la Reforma y la Contrarreforma, no fue en nada menor a la de los cruzados contra los defensores del Islam. Asímismo, existe hoy  amplio consenso histórico en reconocer que la despiadada y exitosa jesuficación de América le significó a la iglesia una inimaginable expansión de su tangible poder temporal en todas sus formas materiales, y una presencia todavía mayor en el territorio de las mentes de los nuevos cristianos. Los costos destas adquisiciones fue pagado en su totalidad por los indianos, los buenos y los malos. A propósito desto, durante su visita a Brasil en mayo del 2007 el Papa Benedicto XVI afirmaba  que “efectivamente la Anunciación de Jesús y su Evangelio en ningún sentido significó un confinamiento de las culturas precolombinas, y tampoco la imposición de una cultura extraña”. Aunque lo dijo con toda seriedad, tal agudeza habría arrancado una carcajada al propio Jorge de Burgos.

Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Mc 16:21)
La porfiada memoria de archivos, libros y leyendas registra muchas frases memorables deste ímpetu salvador de la iglesia. Como aquella del abad Arnaud Amaury,  encargado papal de la campaña en el año 1209 contra los albigenses en Béziers, quien ante la pregunta de sus cruzados cómo distinguir entre la población los verdaderos creyentes de los herejes, respondió: “Matadlos a todos. Dios sabrá reconocer a los suyos”. O la del jesuita Georg Stengel el que en 1610, en sus clases de teología en la Universidad de Ingolstadt apelaba a sus estudiantes: “¡Llamo en nombre de Dios, y tan fuerte como puedo, no dejéis vivir a la brujas! ¡Esa peste humana debe ser eliminada con fuego y espada!”. Y en 1853, en la revista jesuita vaticana “La Civiltà Cattolica” se podía leer una opinión casi estética de su redactor Antonio Bresciani sobre los autosdafé con que la Santa Inquisición iluminó por siglos las supuestas tinieblas en nuestros corazones: “Un edificante espectáculo de perfección social”. Por su parte y para no ser menos, Martín Lutero con su palabra de trueno, llamaba en verano de 1525 a exterminar sin piedad a los siervos alzados en contra de sus señores: “…es deber cristiano estrangular, robar, incendiar y hacer todo lo que cause daño… es también una obra de amor…”. Entre muchos otros, Lutero dedica buena parte de sus cientos (algunos dicen miles) de escritos a sus temas favoritos: la condenación del Papa, el elogio de los príncipes, la increpación a los súbditos contestatarios, el degradamiento de las mujeres y, muy principalmente, la abominación del pueblo de Israel. En su escrito “De los judíos y sus mentiras”, Lutero reclama con furibundia lo que cuatro siglos después será demencial realidad: “…Que se entreguen al fuego sus sinagogas y escuelas, y lo que no arda sea cubierto con tierra de modo que ningún hombre o piedra o escoria sobreviva…”. En la contraparte católica abundan también, en exceso, los llamados a extirpar a “los asesinos de Cristo” de la faz de la tierra. Esta incriminación magna la escribió Santo Tomás de Aquino, piedra basal de la teología católica, en su Summa contra gentiles: “Ellos (los judíos) han pecado no solo como crucificadores de Cristo, sino como los asesinos de Cristo y de Dios”. Esta inculpación del Doctor Angelicus es tratada en vastedad y bastedad con acribia sistemática por la revista jesuita arriba mencionada, “La Civiltà Cattolica”, la que durante decenas de años y decenas de ediciones hizo del antijudaismo uno de sus temas recurrentes. En 1880, el padre  Giuseppe Oreglia di Santo Stefano, en su artículo “Promulgación de leyes especiales contra una raza corrupta en su esencia”, disparó sus fuegos anatemizantes contra el principio de igualdad ciudadana proclamado por la Revolución Francesa, porque avalaba la amenaza judía al orden social. El padre Oreglia acusa a los judíos de conspiración para alcanzar el dominio del mundo y, según temía el Papa de aquella época, esta conspiración incluía la destrucción de la iglesia católica. Largo y abundoso es el registro de cristianos vituperios y execraciones similares. El teólogo católico Hans Küng (condenado al ostracismo magisterial por el Vaticano) afirma que “el nacional-socialismo habría sido imposible, sin los siglos de antisemitismo de las iglesias cristianas”. Y el ex jesuita Peter de Rosa observa que si Cristo resucitara en nuestro tiempo, para orar buscaría una sinagoga, no una iglesia. No obstante, aunque el antijudaismo sea de vieja data neotestamentaria y, desde la más temprana Edad Media, una práctica multiforme del verbo y acto cristiano hasta convertirse en parte de un imaginario popular que aún pervive en muchos, será durante la lúcida insanía del Tercer Reich cuando alcanzará su cenit más oscuro con die Endlösung: el Holocausto como Solución Final de “la cuestión judía”. Julius Streicher, agitador nazi de la primera hora, amigo y protegido personal de Hitler, y director de “Der Stürmer”, el principal pornosemanario del antisemitismo alemán, en octubre de 1946, durante su defensa ante el tribunal internacional de Nuremberg  que lo condenó a muerte por crímenes contra la Humanidad, abundó en citas teológicas con las que justificaba el demencial furor teutonicus en el cumplimiento de lo que él consideraba había sido una misión civilizatoria de rango providencial. No eran citas apócrifas ni espurias.
           
            Y Jesús lloró (Jn 11:35)
 En el pasado siglo XX la principal iglesia cristiana volvió a  mostrar  y demostrar su talento milenario para mover sus piezas en el ajedrez de la política mundial. (Incluso después que la Segunda Guerra Mundial lanzara el tablero al carajo). En apenas veinticinco años el Vaticano firma tres acuerdos internacionales bipartitos que no dejan dudas respecto de su calculada ubicuidad en el manejo de asuntos de trascendencia epocal para un continente desolado por la Primera Guerra Mundial y por las crisis que las siguieron y que desembocaron en la Segunda. Son los Tratados Lateranos con la Italia de Mussolini en 1929  y los Concordatos con la Alemania de Hitler en 1933 y la España de Franco en 1953. Con la firma de estos documentos la iglesia no solo resguarda, amplía y blinda sus intereses seculares en esos estados, con ellos también clava picas de avanzada en el campo ideológico de su dura pugna con las impetuosas corrientes igualitarias, materialistas y racionales del pensamiento político que desde los días aciagos de la Revolución Francesa habían ido infectando, impetuosas, mente y corazón de las plebes europeas. Las nuevas iconoclasias como el socialismo, el comunismo, el anarquismo, eran amenazas reales al orden social imperante en Europa del cual la iglesia era y se sabía parte fundamental. A la sazón la joven Rusia Soviética y su aura salvífica (similar en mucho a la cristiana primitiva) era un patrón ejemplar de tal peligro: uno que había que conjurar. Es así como el 11 de febrero de 1929, en Roma, en el Palazzo di San Giovanni in Laterano, Su Excelencia el Caballero Benito Mussolini, en nombre del rey Vittorio Emanuele III y Su Eminencia Reverendísima el cardenal Pietro Gasparri en nombre del Papa Pío XI, estampan su sello y firma en los Pactos de Letrán. Por ellos, la Iglesia Católica recibió del estado fascista una insólita suma de prebendas: la plena independencia y soberanía de la Ciudad del Vaticano (esto es, la moderna corporeización de la iglesia católica como estado); la religión católica, apostólica y romana es declarada única religión del estado italiano; la enseñanza religiosa en las escuelas es obligatoria; el estado italiano paga a la Iglesia Católica 1750 millones de liras (aprox. 92 millones de dólares de la época) como indemnización por la pérdida de sus territorios en 1870; reconocimiento a los cardenales de todos “los honores debidos a los príncipes de sangre”. Esta suma de canonjías con seguridad hizo sonreir dulcemente al Papa Pio XI, que tres días después de la firma del tratado calificó a Mussolini como un “hombre que nos envió la Providencia”. Laudes y loores eclesiásticos al Duce retumbaron en toda la península itálica por años. Alfredo Ildefonso Schuster, cardenal arzobispo de Milán, no vaciló en comparar al dictador fascista con los míticos emperadores romanos César, Augusto y Constantino; y en otoño de 1935, en una homilía dirigida a la juventud italiana proclamaba que a través de la obra del Duce, “Dios había respondido desde el Cielo”. La obra a la que se refería el cardenal Schuster era la invasión italiana a Abisinia (Etiopía) que concluiría con su anexión colonial al “imperio italiano”: una guerra que costó al país africano más de medio millón de víctimas civiles y contó con el apoyo fervoroso de la alta jerarquía católica italiana. (Notabene I: la población etíope era y es mayoritariamente cristiana. Notabene II: en 1996 el Papa Juan Pablo II incorporó al Cardenal Schuster a la santa liga de los beatos católicos). Teniendo a la vista el desarrollo posterior de las relaciones entre el Vaticano e Italia, el historiador Lutz Klinkhammer concluye “que los Pactos Lateranenses catolizaron al fascismo y fascistizaron al catolicismo”.
Cuatro años después, el 8 de julio de 1933, en el mismo Palazzo di San Giovanni in Laterano de Roma, en el mismo escritorio y en la misma sala donde fueron sellados los Pactos de Letrán, Franz von Papen, Caballero de la Orden de Malta y vice-canciller de Hitler, en nombre del Tercer Reich, y Eugenio Pacelli, cardenal secretario de estado del Vaticano, en nombre del Papa XI, firmaban el Reichskonkordat, que reglaba los derechos y deberes mutuos entre ambos estados. (Ambos diplomáticos no simpatizaban entre sí, pero coincidían en su visceral anticomunismo y antibolchevismo). Su Emcia. Revma., Cardenal Eugenio Pacelli, había sido de 1917 hasta 1929 nuncio apostólico en Munich y Berlín. (Después se convertiría en el papa número 259: Pío XII). Era, por tanto, un insider alfa del convulso trajín político alemán de la época. Como tal conocía en detalle y profundidad el gran proyecto político del nacional-socialismo: su racismo desenfrenado y sus agresivos planes militares de conquista del “espacio vital” que la raza aria requería para construir un imperio de mil años. Ciertamente esto influyó en modo alguno ni en el texto del Concordato ni en la decisión de sacarlo adelante, aún en contra de la opinión de unos pocos dignatarios católicos alemanes, como Karl Joseph Schulte, cardenal de Colonia, que opinó que “con una dictadura no se puede firmar ningún concordato”. En varios acápites este tratado era, lógicamente, semejante al de los Pactos Lateranos, como aquellos referidos al mutuo reconocimiento diplomático de ambas partes,  la libertad del ejercicio público del culto católico, al cobro de un impuesto eclesial a sus fieles, etc. Pero teniendo Alemania, entonces y ahora, una mayoritaria población protestante, en el concordato con el Reich la parte vaticana renuncia a cualquier pretensión de exclusividad. Otra particularidad del documento fue su anexo secreto, donde se hace directa mención a los planes de remilitarización del imperio aleman con los que Hitler mandaba al tacho de la basura el acuerdo de Versalles que, como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, prohibía su rearme. (La Segunda ya se anunciaba con el estruendo de pífanos y tambores). En este adjunto secreto, la Santa Sede aceptaba que en el caso de movilización general (la que se veía venir) los sacerdotes declarados aptos para el servicio militar, se incorporarían a la Wehrmacht en calidad de capellanes y sanitarios. El Reichskonkordat fue el primer gran triunfo diplomático de Hitler en el campo internacional, y en política interior le significó limpiar de asperezas sus relaciones con la curia alemana. El tratado terminó por tranquilizar al pueblo católico alemán, que vió en él la aceptación y reconocimiento del Papa al clamor nacional y popular por “ein Volk, ein Reich, ein Führer!”. La Conferencia Alemana de Obispos consideró que el Concordato había hecho innecesarias sus advertencias y admoniciones, con que hasta poco antes había cuestionado el ingreso de sus fieles al NSDAP, y las retiró formalmente de todas sus homilías, sermones y pláticas.  “A partir de ahora”  – declaró el Führer- “los miembros del Reich de confesión católica se ponen sin reservas al servicio del estado nacional-socialista”. Michael von Faulhaber, cardenal de Munich y hombre de confianza del cardenal Pacelli, en esa ocasión escribió a Hitler: “Los que los viejos parlamentos y partidos políticos no lograron en sesenta años, lo ha logrado vuestra visión  de estadista en seis meses”. El mismo cardenal, en la primavera de 1936, comentando las leyes raciales de Nuremberg dictadas a fines de 1935 afirmará que “el estado tiene el derecho de proceder en contra de los tumores del judaísmo”. Con estos asertos y muchos otros parecidos el cardenal no podía ni pretendía escandalizar a nadie del bajo pueblo o de la poderosa burguesía alemana de aquel tiempo; mucho menos a la jerarquía  eclesiástica. En sus palabras el cardenal von Faulhaber se limitaba a expresar un sentimiento abonado en siglos de enconada guerra santa contra los deicidas, renegados e infieles de todos los pelajes. Entretanto, no pocos líderes de la otra gran iglesia cristiana alemana tampoco escatimaban sus inflamadas declaraciones de apoyo y fidelidad al Tercer Reich y su Führer. Algunas destas podrían ahora provocar risas o sonrojos, pero en aquellos tiempos eran certeros desvaríos, prolegómenos de lo que vendría después. Por ejemplo, aquella del Presidente Distrital de Cristianos Alemanes del Gran Berlín, Dr. Reinhold Krause. El lunes 13 de noviembre de 1933, durante una asamblea general de su iglesia en el Palacio del Deporte, ante una muchedumbre de 20.000 personas, el doctor Krause exigía liberar a la iglesia alemana “…del Antiguo Testamento con su moral judía a sueldo, con sus historias de mercaderes de ganado y proxenetas”; y terminaba exhortando a “una renuncia definitiva a la acomplejada teología de chivo expiatorio del rabino Pablo”. Estas delirantes reclamaciones del Dr. Krause fueron aprobadas por la evangélica asamblea, solo con un voto en contra.
Pero sin duda es con el Concordato entre la Santa Sede y España, del 27 de octubre de 1953, cuando la iglesia católica hace un despliegue casi jactancioso de su poder político en el manejo de asuntos terrenos a la sombra de la cruz. Es cierto que en este documento reverbera entrelíneas el muy católico pasado  español que, según la leyenda, comienza con el peregrinaje evangelizador de Santiago el Mayor por los andurriales de Hispania el año 33 d.C., y continúa con un clericalismo de siglos sin parangón en la historia europea. Sin embargo, la redacción final del Concordato solo fue posible después del aplastamiento de la República y la victoria de las tropas nacionales bajo la conducción del Generalísimo Francisco Franco Bahamonde. Desde el día mismo del alzamiento golpista el 17 de julio de 1936, los generales facciosos, junto con la efectiva ayuda material de la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler, recibieron de inmediato el respaldo de la iglesia católica. Un apoyo que se mantuvo y amplió durante los largos tres años que duró el conflicto. No se limitó esta adhesión a una verbalidad religiosa o una repartija de hostias y bendiciones entre los falangistas, sino fue muy concreta, con aportación regular de dinero, joyas y vituallas, que se recolectaban en miles de  iglesias, parroquias y capillas. La iglesia católica vio la guerra civil española como una cruzada. Así la definió desde un comienzo Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona, en su carta pastoral del 23 de agosto de 1936, cinco semanas después del alzamiento en contra de la república, donde afirma que no se trata de una guerra, “porque no es una guerra […] es una cruzada por la causa de Dios y por España […]  y la Iglesia no puede menos de poner cuanto tiene a favor de los cruzados”. Y el obispo de Salamanca Enrique Ple y Deniel, el 30 de septiembre de 1936 (el mismo día en que Franco se autoproclama jefe de estado), en su famosa carta pastoral “Las Dos Ciudades”, fundamenta teológicamente que la guerra contra la República era una “guerra justa” en el sentido de Tomás de Aquino; una guerra santa en contra del “comunismo y el anarquismo y su ideología que dirige al desdén, a la aversión hacia Dios, Nuestro Señor”. Fue la primera andanada de la artillería pesada que la jerarquía eclesiástica española, durante la guerra civil, descargó sin tregua en contra de los impíos, la masonería, los liberales y demócratas, los “malos” españoles y sus amigos extranjeros.  Curas de sotana y metralleta en ristre no fueron cosa rara en la España dividida, tampoco lo fueron obispos con el brazo extendido en el saludo romano y cantando “Cara al Sol”.  La Guerra Civil Española costó un millón de muertos. Fuentes franquistas afirman que seis mil de ellos vestían hábito. Lo que no dicen es cuántos destos eran republicanos. (Puede que no sean muchos, pero de haberlos los hubo). Después de la derrota de la República laica, el Generalísimo Francisco Franco impuso una severa recristanización católica de España. La guía maestra de su dictadura fue el nacional-catolicismo, una doctrina que en la actualidad política española goza todavía de buena salud y la mejor conectividad. Hasta el día de hoy muchas diócesis de la iglesia española siguen conmemorando con acciones de gracia esta “Cruzada Católica de Liberación” que llevó a Franco a convertirse por treinta y siete años en “Caudillo de España por la Gracia de Dios”. El escritor Jorge Semprún recuerda que durante la Semana Santa en Sevilla, la estatua de la Virgen de la Macarena que es paseada en andas por la ciudad, aún viste la faja roja con borlas doradas que perteneció al catoliquísimo general Gonzalo Queipo del Llano, el mismo que después de la toma a sangre y fuego de Sevilla, proclamaba en un discurso radial: “Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los cobardes lo que significa ser hombre. Y de paso, también a las mujeres. Después de todo esto, estos comunistas y anarquistas se lo merecen. ¿Es que no han estado jugando al amor libre? Ahora, por lo menos ellas sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que forcejeen y pateen”. El Concordato de 1953 entre Franco y el Vaticano es un catálogo de obsequiosidades del uno al otro. En pleno siglo XX a la iglesia católica española le fueron concedidos privilegios que hacen recordar sus mejores tiempos feudales. Verbi gratia: el estado español reconoce a la iglesia católica el carácter de sociedad perfecta; la religión católica, apostólica, romana es la única de la nación española; se entrega a la iglesia el control de la enseñanza; se asegura el financiamiento estatal de la iglesia y del clero; se le otorga a la iglesia católica espacios suficientes en todos los órganos de comunicación, en especial radio y televisión, para la presentación y defensa de la verdad católica; se le otorgan exenciones tributarias y subvenciones estatales ad libitum. Franco por su parte recibió del Papa Pío XII, el total reconocimiento y apoyo apostólico a su gobierno y gestión; le fue otorgado asimismo el medieval derecho de investidura, que lo facultaba para nombrar sus propios candidatos a obispos; se introduce un cambio en la liturgia por el que se establece que los sacerdotes españoles diariamente elevarán preces por España y el Jefe del Estado (“Ducem nostrum Francisco” - “nuestro Caudillo Francisco”); and last but no least, al margen destas “Inter Sanctam Sedem et Hispania Sollemnes Conventiones” el Papa Pío XII le concedió al Generalísimo el título honorífico de protocanónico de Santa María Maggiore, una de las cinco basílicas papales en Roma. Como yapa, digamos.

Por sus frutos los conoceréis (Mt. 13: 16)
Naturalmente estas desordenadas y torpes recordaciones de algunos pocos episodios que ilustran el rigor y cálculo extremos con que la iglesia cristiana, en particular la católica, ha intervenido y modelado por siglos nuestro devenir terrenal, serían todavía de perspectiva más sesgada si ellas omitieran mencionar que cada etapa destos “tiempos recios” (en el decir de Santa Teresa de Ávila), nunca fue lineal, tampoco en blanco y negro, siempre de compleja diferenciación. Además, en cada una de ellas existieron cabezas disidentes al interior mismo del cristianismo que se alzaron contradicentes a lo mandatado o ejecutado por sus jerarquías. No fue una oposición de coser y cantar. En defensa de sus posiciones de poder (alcanzadas a través de feroces luchas intestinas) la superioridad eclesiástica no vaciló en utilizar sus guantes de acero, no siempre envueltos en encajes de Bruselas, en contra de los discrepantes. El mejor argumento para combatirlos fue siempre la acusación de apostasía, de desviación ideológica del pespunte con que los papas, cardenales y obispos de turno hilvanaban los dogmas con que justificaban su pensamiento y acción magisterial. Erasmus, Galileo, Jan Hus, Giordano Bruno, Savonarola, Pico della Mirandola y tantos otros nombres de resonancia más suave pero de coraje no menor, fueron los precursores de la despaciosa mudanza  de la iglesia, que ha llevado al rudo leviatán ancestral de la fe a representar hoy una esposa más o menos moderna del Cordero de Dios. Es este un proceso que está muy lejos de concluir. Ciertamente la iglesia de hoy no es la misma de ayer (Pero Grullo dixit); los disidentes católicos de hoy ya no arriesgan un tercer grado de la Santa Inquisición, aunque tampoco salen librados de los castigos e interdicciones previstas para ellos en el código penal canónico. La luz del aggiornamento proclamado por Juan XXIII en vísperas del Segundo Concilio en 1962 aun no logra irrumpir en las tantas oscuridades que todavía se extienden impertérritas por los pasillos vaticanos, los más largos y sinuosos de la cristiandad. De sobra es sabido que en las cavas de la Basílica de San Pedro no solo yacen los restos mortales de algunas decenas de sumos pontífices, sino también siglos de secretos impronunciables, incluidos aquellos.

            Si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo (Mt 15:14)
Volviendo a la boba pregunta de Stalin con que empieza este artículo, puede afirmarse con alguna certidumbre que intentar encuadrar el poder real del Papa en alguna estadística de números e ítems, sería una faena de mucho engorro y magros resultados. Tal afán sería, desde un grosero punto de vista contante y sonante -y perdonando el bruto símil- tan vano como intentar poner en letra clara los negocios de los diez primeros del ranking Forbes. En ambos casos se  trata de magnitudes no imaginables ni comparables. Sería empero, un error de lesa imaginación y clara señal de mala leche apostrofar al Papa como CEO de alguna hipertransnacional. Lo que diferencia el poder papal de todos aquellos otros tan mundanos con que nos enfrentamos a este lado del espejo, es su carácter sobrenatural; uno que emana directamente de altas fuentes celestiales y le otorga al Papa una esencialidad etérea, no accesible a quienes no comparten la fe que la origina. Llegado a este punto, y parafraseando a Enrique Santos Discépolo, surge otra pregunta de trivialidad mucho más jodida que la de Stalin: ¿dónde estaba Dios cuando todo esto? Esa es una cuestión que atañe a los creyentes. Los ateos tienen poco y nada que decir al respecto. Heinrich Böll, premio Nobel de Literatura, católico practicante y crítico feroz de su iglesia, solía afirmar suspiroso que si algo le aburría de los ateos, era que se la pasaban hablando de Dios. Esto, a propósito del fastidio que le provocaban esos no creyentes que, en cualquier oportunidad y a propósito de escopeta, gustan sacar a colación “ese Ser Supremo que adoramos”, para darse enseguida a intentar demostrar su inexistencia con argumentos de razón. Empresa, según Böll, tan estéril como la de aquellos creyentes que se empeñan en demostrar lo contrario con argumentos de fe. Las catilinarias de algunos ateos sobre el Altísimo le parecían al maestro colonés tan interesantes como la disertación de un calvo sobre peinetas. A Böll le parecía de elemental sentido común dejar que sean los propios creyentes los que se hagan cargo del objeto y sujeto de sus dogmas. A propósito de lo mismo, vale recordar que fue el propio Maestro el que recomendó  a los suyos dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Se entiende que no lo dijo como consejo tributario, sino para advertir a los fariseos que no mezclaran las aguas lustrales de la fe con los lodos terrenales deste valle de lágrimas. Pero como ha ocurrido con tantas de sus sabias recomendaciones, también esta ha sido religiosamente desoída por muchos de sus seguidores. Sin embargo, es dable pensar que esta fastidiosa incredulidad de los ateos acaso no esté dictada por un compulsivo instinto de cuestionar la existencia de un Dios sino más bien como una reacción al discurso de aquellos que lo arrancaron a ÉL de la profundidad de sus alturas para en seguida auto ungirse en sus voceros sobre la tierra y darse a la ingente tarea de transformarlo, entre muchas otras cosas, en religión, en templo, en ley, en instrumento y, también en mercadería. Sea como fuere, la próxima visita del Papa actual en esta esquina austral del mundo, ha servido para desempolvar las responsabilidades  y deberes incumplidos de una iglesia universal frente a su tiempo real, algo diferente al que imaginan muchos de sus principales.