lunes, 29 de julio de 2013

Por una discusión no-escolástica


Por José Joaquín Brunner
Profesor Universidad Diego Portales

El carácter público/privado de la educación superior, así como el cambiante significado de esta distinción y las disputas ideológicas en torno de ella, han sido objeto de intenso estudio (para el caso de Chile véase el volumen editado por Brunner y Peña, 2011 y para el caso de los países de la OCDE el volumen de Enders y Jongbloed, 2007) y continuas polémicas.
Por mi parte, pienso que la mítica identificación de lo público con lo estatal en el caso de las universidades, nacida junto con el proyecto de la universidad imperial napoleónica y el programa humboldtiano en el marco del Kulturstaat prusiano, resulta completamente anacrónica a comienzo del siglo XXI. Efectivamente, en el mundo contemporáneo la publicidad de la universidad está dada más por el sentido de su misión, el desempeño y resultado de sus funciones y su participación en la reflexividad deliberativa de la democracia que por las formas de organización de su gobierno, propiedad y control.
Además, en concreto, en la mayoría de los países los Estados han dejado de financiar completamente a las universidades estatales, estimulándolas a buscar --o imponiéndoles-- esquemas de financiamiento compartido. Del mismo modo, la carrera funcionaria pública de los académicos se halla en retirada, igual como el gobierno colegial-electivo de las instituciones llamadas públicas. La gestión de las universidades, a su turno, ha sido profundamente penetrada por las fórmulas del New Public Management, con inescapables efectos sobre la cultura organizacional de estas instituciones y su clima de trabajo. En suma, vivimos a la sombra de procesos de creciente privatismo (que no propiamente de privatización en el sentido estricto de la palabra).
En todas partes --de China a Gran Bretaña, de África del Sur a Chile, de Australia a Vietnam-- se introducen mecanismos de tipo mercado e incentivos de diverso tipo para reorganizar la gobernanza de los sistemas nacionales de educación superior. El mero hecho de que ya no sean los Estados únicamente los que mediante políticas, leyes, comandos administrativos y asignación de recursos fiscales gobiernan y coordinan por sí solos a dichos sistemas representa un giro radical en las maneras de entender lo público en la educación superior y el estatuto de las instituciones públicas en el seno de las sociedades capitalistas.
Hemos ingresado en efecto al tiempo de la gobernanza que supone un gobierno y coordinación plurales de los sistemas, con participación directa de diferentes partes interesadas (stakeholders), con fuerte presencia de elementos de mercado y competencia y con la emergencia de un Estado evaluativo y regulatorio en vez del Estado proveedor y gestor burocrático de sus propias instituciones.
En estas circunstancias, cada vez más los atributos y dinámicas de lo público y lo privado, del Estado y la sociedad civil, del gobierno por comando y la coordinación generada por medio de intercambios, aparecen no como polos excluyentes sino como extremos de un continuo a lo largo  del cual se presentan muy diversas formas de combinación público-privada. Algo similar a como ocurre con el continuo 'glonacal': global, nacional, local.

Asimismo, según cual sea la dimensión considerada de los sistemas nacionales de educación superior y de las instituciones que los conforman, encontramos una gran variabilidad de rasgos público-privados. Para partir por casa: ¿qué status reconocemos a nuestras universidades privadas a las que incómodamente atribuimos una vocación pública? ¿Y qué tan pública es una institución del Estado que privatiza parte de sus recursos en favor de sociedades relacionadas con las autoridades de la misma institución? O bien, ¿qué decir de universidades públicas que deben generar la mitad, o a veces más, de su ingreso anual a través de la comercialización de servicios de conocimiento y/o mediante la participación  en concursos y licitaciones de dineros fiscales? ¿Y cuán privadas son aquellas universidades que --operando auténticamente sin fines de lucro-- obtienen una parte significativa de su presupuesto de los aranceles pagados por estudiantes beneficiados por becas y créditos subsidiados por el Estado?
No muy distintas son las preguntas que surgen al observar el resto del mundo: ¿es pública la educación superior de países como Gran Bretaña, Australia y Estados Unidos donde más de la mitad del total de recursos que financian a estos sistemas proviene de fuentes privadas?  O bien, ¿que tienen propiamente de estatal ciertas universidades de América Latina que gozan de una verdadera autarquía, se gobiernan con entera prescindencia de la voluntad de cualquier órgano público, no rinden cuenta de los recursos que reciben de la renta nacional y a veces, además, actúan como organismos de repudio o movilización anti-gubernamental?
Por el contrario, ¿alguien diría que el grupo de universidades del Ivy League de los Estados Unidos, entre  las cuales se hallan varias de las más reputadas del mundo, todas de propiedad y control privado pero fuertemente subsidiadas por dineros federales y estaduales, no son acaso sustantivamente públicas?
Parte del anacronismo en cuanto al uso puramente ideológico de los términos público y privado en el ámbito de la educación superior viene de la confusión en cuanto al rol que cumplen las universidades en la sociedad actual. Por ejemplo, ¿es la función docente --la formación de capacidades técnico-profesionales-- una función limitada a la generación de beneficios privados exclusivamente, como a veces sugiere una postura neoliberal extrema? Ciertamente, no es así. Además del positivo retorno privado a la inversión en capital humano, bien comprobado en las estadísticas de la OCDE, la elevación de los niveles educacionales de la población produce sin duda alguna beneficios sociales y contribuye al bienestar público. De modo que tampoco un tosco progresismo --al sostener que la educación superior debe ser gratuita como si no produjese ningún beneficio monetario individual y solo bienes públicos-- es sostenible.

 Algo parecido sucede con las otras funciones de las universidades, trátese de la producción de conocimiento académico, su transferencia al sector productivo y a la sociedad o su difusión en la esfera de la cultura reflexiva. ¿Imagina alguien, a esta altura del siglo XXI, que tales funciones podrían ser desarrolladas  solamente por universidades estatales, o que solo generan beneficios sociales cuando son desempeñadas por instituciones públicas o bien que las instituciones privadas --sobre todo aquellas sin fines de lucro que en el mundo de las universidades son la amplia mayoría-- no contribuyen, ni podrían hacerlo, al bien público?
Dicho en breve, nuestro debate sobre estos asuntos se mueve entre mitos anacrónicos y confusiones ideológico-intelectuales que no nos merecemos. Hemos convertido las disputas sobre lo público-privado dentro del espacio de la Educación Superior --al igual que sobre el lucro, la gratuidad, el Estado y el mercado-- en un remedo escolástico de un verdadero debate académico-intelectual y político-cultural. Empleamos estos términos como proyectiles (tigres de papel), en vez de hacernos cargo de su creciente complejidad y de la necesidad que existe de reinterpretarlos a luz de las nuevas dinámicas institucionales y de los profundos cambios que experimentan los sistemas nacionales de educación superior.

domingo, 21 de julio de 2013

Verdaderas falacias*


Por Fernando Montes S.J.
Rector Universidad Alberto Hurtado
* Respuesta al artículo: Se equivoca el rector Carlos Peña

Enrique: leí tu columna mostrando distancias frente a la columna de Carlos Peña sobre las falacias. Debo confesarte que en el conjunto le encuentro más razón al Rector.
En el tema de lo estatal o lo público estoy más de acuerdo con Peña. La tradición chilena distinguía entre Particular y Estatal cuando hablaba de educación. Se daba por entendido que el conjunto era algo público y por eso concedía al estado el derecho de tomar exámenes en todas las instituciones sin restricción (a mi colegio venían a examinarnos profesores enviados por el Ministerio), porque toda educación tiene un carácter público.
Desde el punto de vista semántico la palabra “bien” tiene varios sentidos: a) un bien puede ser es un sustantivo, una cosa, un artículo, un producto sin connotación alguna de valor; b) un segundo sentido de la palabra está ligado a la valoración: “hacer el bien”, sobre todo moral, o “está bien hecho”, que hace alusión a la calidad del trabajo, etc. Es obvio que la columna del rector Peña se refiere al término en el primer sentido, es decir la educación es una “cosa” pública, sin otorgarle cualificación moral.
Cuando se habla “bien” público se está diciendo que se trata de algo público que su presencia o su ausencia tiene consecuencias públicas. Una mala educación es un malgaste de un bien público y el estado debería velar para que no se produzca. La educación dada por los nazis obviamente era estatal y pública, era un “bien público” que dañaba a toda la sociedad y no solo a determinadas personas.
La educación es un acto que tiene externalidades públicas buenas y malas y por eso toda ella tiene una dimensión pública. Obviamente la educación estatal es pública pero no es toda la educación pública. Creo un error, una falacia, imaginar que sólo lo estatal es público. Consecuencia funesta de ese error es pensar que el estado no puede regular las universidades “privadas” porque son “privadas”. Ante ese error hay que reivindicar el carácter público de la educación que no solo autoriza al estado sino le exige a regular la actividad.
Hay abundante literatura sobre lo estatal y lo público y la necesidad de distinguirlos; sobre el bien común, etc. Esto es importante porque hoy, por ejemplo, hay muchos movimientos sociales que nadie puede negar que tienen carácter público, que tocan la esencia de la organización social y claramente no son estatales. ¿Quién puede decir que el movimiento estudiantil es privado?
Del mismo modo estoy de acuerdo con Carlos Peña en sus ideas en torno a la composición del Consejo de Rectores en un país que debería ser democrático. Creo que tu argumentación es muy débil. Prescindiendo del comportamiento de las universidades que puede ser culpables -tanto las del CRUCH como de las que no lo son- , hay que ir a la ley y a la definición: en el origen son del CRUCH las universidades que existían antes del Ochenta y las que se derivan de ellas. No pertenecen al CRUCH las que se fundaron después de esa fecha. Ahí se produce una separación que genera equívocos porque la gente cree, y ahí está la falacia, que es sinónimo de no ser del CRUCH el que uno lucra, es de mala calidad o inestable. La pertenencia o no al CRUCH nada tiene que ver el lucro o no lucro (vale la pena ver algunos dictámenes de la Contraloría y la exposición del Contralor ante la comisión de la cámara, donde se explicita la preocupación de la Contraloría ante el paralelismo de instituciones relacionadas dentro de las U. estatales).
La ley discrimina, entrega beneficios a los estudiantes y a las instituciones por criterios históricos y no morales, ni de calidad. De ahí se sigue una ideología falaz. Esto daña a fondo a algunas universidades estatales, como se puede comprobar en el último informe sobre Gastos en Educación Superior de la Contraloría, donde hay una iniquidad en lo que se entrega por alumno porque se usan criterios históricos. En las universidades llamadas privadas las hay que lucran y que no lucran; las hay buenas y malas. Desgraciadamente en el CRUCH hay oscuras relaciones con muchas sociedades relacionadas y también hay universidades buenas o malas.
La columna de Peña, con razón, no entra en eso que debería ser zanjado por la justicia. La situación actual es confusa, antidemocrática e injusta. Sobre esto te puedo dar innumerables casos. A mí me duele que no podamos sentarnos todos los involucrados mirando el bien del país. Para bien o para mal hay más alumnos en las universidades llamadas privadas que en las del CRUCH y en ellas hay más pobres.
El último punto toca algo importante que me gustaría se clarificara. En las universidades estatales, por una concepción particular de la autonomía, los cuerpos internos, de hecho, deciden sin tener en cuenta las políticas de estado; se han privatizado en favor de los profesores. Cuando el Presidente Frei quiso volver el Pedagógico a la Universidad de Chile los profesores de la UMCE y de la Chile por razones diversas, mirando sus intereses, dijeron que no y el gobierno nada pudo hacer, no tiene dirección de sus propias universidades. Hoy la Chile por si decidió iniciar un nuevo Pedagógico con un costo enorme para el país y creando competencia en Santiago entre dos instituciones estatales. Hay que reconocer también que aquí hay falacias que impiden una consideración de todo el sistema, imponiendo reglas y controles universales.

lunes, 1 de julio de 2013

Se equivoca el rector Carlos Peña

Desde hace varios años, el Mercurio del domingo publica la conocida columna de Carlos Peña, rector de la Universidad Diego Portales. En ella el rector Peña toma posición respecto de la contingencia, ilustrándola con académicas citas, inevitables, es probable, para un doctor en Filosofía.
Resulta destacable su coraje para hablar sobre temas en los que todos tratan de ser políticamente correctos, sin sucumbir a ese extendido vicio, enfrentándolos en forma directa y mordaz.
En general, sus textos me representan y ayudan a interpretar determinados sucesos de nuestra realidad. Sin embargo, hace unas semanas publicó un artículo titulado "Falacias Universitarias", con el cual quiero discrepar en algunos puntos relevantes.
De las cinco falacias enunciadas por el Rector Peña, la primera que me merece reparos es la que señala que "público" y "estatal" no son sinónimos cuando se habla de universidades. Y que lo que definiría esa condición es "el carácter de los bienes que produce, el diálogo sin restricciones que posibilita, los intereses generales que mediante ella se promueven". Dada su enorme complejidad teórica, discutir cada uno de esos puntos es una tarea que va más allá de este artículo. Baste un ejemplo: educar un ser humano, en el nivel que sea y con independencia de la institución que lo haga, parece a primera vista un bien público. Esto sin duda también pensaban los nazis cuando formaban a la futura raza superior. Y precisamente por eso lo hacían, al amparo del Estado. Entonces, incluso el supuesto bien público producido admite un juicio sobre si es o no tal. En otras palabras: no basta con educar para suponer que ello es un bien público.
En otros países (paradójicamente en la misma Alemania) Estado y público se entienden como sinónimos. En primer lugar por razones jurídicas: lo que está sujeto al derecho público es aquello que tiene que ver con el Estado. En segundo, porque es el Estado quien debe velar por el pluralismo de la formación y de las condiciones que la hacen posible.
Sin duda hay que discutir más este tema, pero la discusión no puede estar condicionada por distinciones del sistema universitario nacional que no hemos sabido resolver. Ella debe, realmente, apelar a dimensiones filosóficas.
Esto nos lleva a la segunda falacia enunciada por el Rector Peña: la pervivencia de la distinción entre Universidades del Consejo de Rectores y las demás, como una distinción "casi categorial", siendo que en ambos grupos hay instituciones de variada índole, y de buena y mala calidad. No cabe ninguna duda que su afirmación es correcta, pero hace abstracción de la realidad en que esa distinción funciona. Ella no tiene que ver con temas de variedad o calidad. Se trata una distinción ética y política, cuya frontera está trazada por la línea que separa a las instituciones sin fines de lucro y aquellas que, aunque lo declaren según la ley lo exije, son rondadas por sospechas que hacen pensar lo contrario. Ahora, que la universidad que el rector Peña dirije se encuentre en aquellas privadas que no lucran, es un problema que no se soluciona denostando al Consejo de Rectores, sino exigiendo públicamente el cumplimiento de la ley. Que eso signifique quedar en un espacio intermedio, es sin duda también un problema político complejo. Pero mucho menor que avalar con el silencio el ejercicio encubierto del lucro y de los vicios que ello ha conllevado (baste recordar los escándalos que han rodeado a la Comisión Nacional de Acreditación y a algunos de los comisionados elegidos por las universidades privadas y luego contratados por algunas de ellas).
Por último, quisiera mencionar la referencia que el Rector Peña hace a la administración  universitaria como un ejercicio en el cual, quienes la ejercen creen que se deben a los miembros de la universidad (universidades estatales) o a sus controladores (universidades privadas). Esta afirmación también llama la atención por la abstración que se hace de las formas de construir la autoridad en una universidad, independiente de su carácter. Por la vía que sea, ello se hace a través del ejercicio del poder. Y esto no sólo involucra "las mejores razones" o "el proyecto intelectual que la universidad está llamada a cumplir", sino también las condiciones políticas internas que imponen a su vez, condiciones a quienes conducen la universidad (lo que no es sinónimo de determinar todas sus acciones posibles).
Sospecho que el Rector Peña sabe de esto. Es más, sospecho que no es posible llegar a un cargo relevante al interior de una universidad desconociendo esto.