martes, 24 de mayo de 2016

La falsa misericordia

Desde hace ya algún tiempo se abre paso la idea de que, a partir de cierta edad, los presos deberían ser liberados y enviados a sus casas, a envejecer y morir en paz.
No está claro el número de años: 70, 75, 80. Tal vez más, tal vez menos.
Argumentos a favor de esta propuesta sobran: lo inhumano de estar preso a esa edad, las condiciones lamentables de la cárceles chilenas, la piedad que toda persona merece al fin de sus días, y así suma y sigue.
Esta discusión ha sido especialmente aprovechada por los que defienden a quienes, amparados en la impunidad que la dictadura les otorgaba, violaron sin ninguna consideración similar, los derechos humanos de sus compatriotas.
Una vez más se pide a las víctimas y a la sociedad en general, que tengan por sus victimarios una misericordia que estos últimos no tuvieron, ni les interesaba tener.
Insistir en la prisión de esa gente, señalan quienes apoyan esta idea, es abandonarse a la sed de venganza, en lugar de buscar justicia.
Las conclusiones que de esta discusión se derivan son muchas. Las más de ellas de carácter moral y, por lo mismo, de difícil consenso.
A fin de evitar divagaciones demasiado ajenas a mis terrenales preocupaciones, optaré por plantear algunas preguntas, en lugar de intentar interpretaciones que pudieran estar erradas.
La primera es bastante obvia, pero prefiero señalarla, aun a costa de parecer simplón. ¿Qué sucederá con aquellas personas que cometan delitos y que hayan cruzado el umbral establecido para ser susceptibles de ser enviadas a prisión? ¿Haremos como que el delito no existió y las dejaremos libres? O ¿haremos el proceso para demostrar que el estado de derecho funciona y luego las dejaremos libres, para reafirmar que el estado de derecho funciona?
Tal vez la gente de esa edad no delinque, pero es mejor prever esta situación para saber como enfrentarla en caso que se llegue a producir.
La segunda pregunta es un poco más compleja, pero es probable que en la profunda caja de pandora de la política chilena exista alguna respuesta rápida y certera. ¿Qué hacemos con aquellas personas que siendo hoy mayores de 70 o 75, cometieron crímenes que afectaron a personas de esa edad o similares? 
El Informe Rettig consigna 28 víctimas mayores de 60 años, 6 de los cuales tenían más de 71 años. El Informe de la Comisión Valech, por su parte, reconoce a 204 torturados mayores de 60 años.
¿Por qué quienes cometieron esos delitos no pensaron en la edad de sus víctimas? Claramente ellas ya estaban cercanas o sobre los años de jubilación y, por tanto, era esperable que estuvieran en camino a convertirse en adorables ancianos, merecedores de un acogedor reposo. ¿Por qué, entonces, tortularlos, matarlos o desaparecerlos?
Por último quisiera plantear una pregunta que me parece un poco más compleja que las anteriores. Para ilustrarla, recurriré a un ejemplo reciente.
En julio del año pasado, los tribunales alemanes conderaron - sin consideración de ningún tipo - al nonagenario Oskar Gröning (94), a 4 años de prisión. En su calidad de contador del campo de concentración de Auschwitz, se le acusó de complicidad en la muerte de más de 300 mil judíos. Que vaya a la cárcel o no, dependerá de que la propia justicia determine si está en condiciones de ello.
Este ejemplo me obliga a pensar en una imagen inversa: en la enorme vitalidad con que personas de 70 y 80 años disfrutan de la extensa oferta de viajes de la tercera edad y a quienes - por las consideraciones anteriores - se les debería recomendar quedarse en su casa, a esperar una muerte tranquila y digna, en lugar de andar vagando por el mundo.
La pregunta, entonces, sería, ¿cómo hemos llegado a un punto en que podemos suponer que la edad por sí misma exime de purgar culpas? Y esta pregunta no tiene que ver con el supuesto propósito reeducativo de la cárcel, sino con la obligación que toda sociedad debe autoasignarse, de fijar límites y sanciones al comportamiento de sus integrantes, con independencia de la edad u otras consideraciones arbitrarias.