jueves, 4 de agosto de 2016

¿Se repite la historia?

El siglo XX chileno despertó remecido por los movimientos sociales.
Se estima que entre 1902 y 1908 hubo 94 huelgas, movimientos, manifestaciones y levantamientos, en diversos campamentos mineros, ciudades y pueblos del país. En el período siguiente, 1910-1930, fueron unas 580 las huelgas contabilizadas.
Entre ellas hubo algunas que no deberían ser olvidadas, por su significación y alcance. Como la de los gremios portuarios de Valparaíso en 1903, que sólo pudo ser contenida por la fuerza de las armas, con un saldo de varias decenas de obreros muertos.
A ella siguió la "huelga de la carne", de 1905, en la que el pueblo se apoderó por 48 horas de Santiago y terminó pagando con más de 250 fallecidos los costos de su alzamiento.
Un punto culminante fue, como todos sabemos o deberíamos saber, la carnicería de Santa María de Iquique, en 1907. En ella, se calcula que entre 3 mil y 10 mil obreros salitreros murieron ametrallados por las tropas del Coronel Roberto Silva Renard; quien ya había demostrado su valía reprimiendo a los huelguistas de 1905.
Esos movimientos y la desesperación de las élites de la época por contenerlos, se extendieron hasta la década del 30, en que se alcanzaron ciertos arreglos políticos y sociales que restituyeron una razonable estabilidad institucional.
Lo que estaba sucediendo entonces no era otra cosa que el desborde de la realidad que la oligarquía había construido para su propio beneficio, a costa de la explotación y exclusión de importantes sectores de la sociedad.
En otras palabras, era el fin de un modelo de producción y apropiación que venía desde el siglo XIX.
Lo que estamos viviendo en el Chile de hoy - pienso - no es muy diferente de lo ocurrido hace cien años, con variaciones, evidentemente.
El modelo de acumulación financiera que se diseñó en la década de los 80, en beneficio de un reducido número de ciudadanos, está llegando a un límite.
No es - como piensan algunos - que fracasó. Al contrario, fue extremadamente exitoso en generar estructuras productivas y riqueza para quienes lo administran.
El problema es otro: a la gente se le hace cada día más difícil seguir tolerando las injusticias sobre las que funciona, como los sueldos de hambre, las pensiones miserables, el endeudamiento usurero con instituciones financieras, casas comerciales y supermercados, la precaria atención de salud y la educación indigna, entre otras decenas de ejemplos.
A esto hay que agregar la bronca que provoca el desenfreno con que muchos de quienes han llegado a cargos públicos, afirmando cautelar los intereses ciudadanos, han hecho de rapiñar al Estado un oficio.
De manera lenta pero creciente, el pueblo ha recuperado la calle como forma de expresión civil. Desde ella ha hecho sentir su descontento y ha comenzado a presionar por una mayor integración social, política y económica. Esto ha provocado desconcierto en la clase dirigente y en el gran empresariado, que ven con desazón que sus llamados al orden y a la obediencia, ya no dan resultados.
Presos del temor a la poblada e imposibilitados de concebir el país como una sociedad de iguales, en la que una distribución equitativa de la riqueza sería un acto de justicia, no ven muchas salidas como no sea predecir el quiebre institucional y la crisis moral de la república, como también lo hiciera Enrique Mac Iver en 1900.
Curiosamente, en esa época fueron los conservadores quienes comprendieron que no se podía seguir adelante y hacia 1918 propusieron una serie de leyes que fueron la base de la legislación social aprobada entre 1924 y 1931.
No ha sucedido lo mismo cien años después. Nuestras actuales élites, mucho menos ilustradas que las de antaño, no han podido o no han querido interpretar lo que está sucediendo de una manera más profunda. No tienen las herramientas ni la generosidad para ello.
Tampoco para ver que el riesgo mayor que corren no es, como hace un siglo, que el pueblo se apropie de las calles, sino que sea el populismo quien lo haga, aprovechando este descontento para alzarse como una opción política plausible y hasta deseable.