martes, 29 de marzo de 2011

La Iglesia Católica chilena post Silva Henríquez*

*Por Javier Pinedo

Los recientes acontecimientos en torno a algunos miembros de la Iglesia católica chilena, han sido vistos como una situación que afecta a un número de sacerdotes marcados por sus desviaciones sexuales. Sin embargo, el tema es mucho más amplio y complejo, si pensamos que esta situación afecta a miembros nombrados por Juan Pablo II, en lo que podríamos denominar como la Iglesia post Cardenal Silva Henríquez, vista y criticada como una Iglesia demasiado cercano al mundo social real, a los ofendidos y maltratados por la dictadura militar.

Todos recuerdan el dedo castigador con que Juan Pablo II reprende a Ernesto Cardenal por aceptar ser ministro de Cultura del gobierno sandinista en Nicaragua, o al propio Obispo de Talca, Carlos González, a quien humilla saludándolo con una indiferencia muy distinta de las sonrisas que le dedica a Pinochet.

Juan Pablo II se encargó de cambiar la Iglesia chilena y promover una nueva generación de hombres marcados más por la fe, que por el servicio comunitario; más por el aislamiento conventual que por la prédica en el mundo, más por la oración que por la acción. Una Iglesia que acepta con aplausos al cardenal Jorge Medina, a pesar de sus permanentes insensateces como las de enviar revistas pornográficas al Presidente Frei Ruiz Tagle para comunicarles la inmoralidad de su gobierno; o decir que el Papa Juan Pablo II no quiso recibir al Presidente Ricardo Lagos por las diferencias en temas valóricos, a lo que José Miguel Insulza (entonces ministro del Interior), declaró “que este caballero no pierde oportunidad de decir alguna lesera”. O peor, cuando el mismo Medina señaló, en Agosto de 2002, que José Miguel Insulza, "es un experto en materia de diablos", a lo que Insulza replicó que “con el diablo no me meto”, aludiendo al cardenal Medina.

Esta es la Iglesia post Concilio Vaticano II, que intentó anular las enseñanzas de Manuel Larraín, Silva Henríquez, Jorge Hourton, Carlos González y tantos otros que fueron oscurecidos por sus preocupaciones sociales, para dar paso a los puros, incontaminados y alejados de la sucia realidad del mundo.

Lo más grave, sin embargo, es que este mismo sector, de no haber sido por las valientes denuncias de Hamilton y los demás acusadores de Karadima, habrían heredado la cúpula eclesiástica para los próximos 20 o más años, estableciendo lo que es o no correcto en términos valóricos, políticos y culturales, y no sólo puertas adentro sino también para la sociedad no católica.

Efectivamente, si no hubiera sido por las denuncias y por la valentía del Cardenal Ricardo Ezzatti, muchos de los que hoy aparecen cuestionados como hechores o cínicos encubridores, habrían tenido el camino libre para instalarse en el gobierno eclesiástico de Santiago constituyendo una asociación auto protegida, imposible de denunciar.

El tema de saber quién es quién, en esta iglesia post Raúl Silva Henríquez, parece estar recién comenzando.

jueves, 17 de marzo de 2011

El fin de la voluntad

La política es el ejercicio social de la voluntad.
Voluntad de modificar la realidad, en la forma que a uno le parezca adecuada. Voluntad de convencer que las ideas propias respecto de la sociedad son las mejores y que merecen la pena de ser seguidas. Voluntad de llegar al poder, entonces, para intentar transformar la realidad de acuerdo a dichas ideas, acompañado por quienes las comparten.
Esto, que parece tan obvio, no lo es. Y no lo es por muchas razones, al menos en Chile.
La más importante, a mi juicio, se refiere a la instalación de la idea de que la realidad que vivimos es la única posible de pensar y construir.
Cuando uno escucha los debates de los políticos y tecnócratas que los rodean, queda la sensación de que la realidad actual es un conjunto de ecuaciones en la que hay que tener un cuidado inaudito de mover una variable, ya que ello alterará todas las demás, y sin el cuidado correcto puede tener consecuencias insospechadamente dramáticas para nuestro futuro.
Esta idea ha ido apoyada por un dispositivo notable: el neoliberalismo - de derecha e izquierda - nos ha convencido que la única posibilidad que tenemos en Chile de movilidad social está dada por la educación. Es decir, si queremos salir del hoyo en que estamos metidos, debemos apostar a educarnos. Ya no nosotros - para ello es demasiado tarde - pero sí nuestros hijos y sus descendientes. (Educación que obviamente también se deja a su propio desarrollo, reduciendo al mínimo la intervención del Estado).
Puede que esto sea en parte verdad, pero ¿no será posible hacer otras cosas en función de la movilidad y reducción de la desigualdad social? ¿no será posible ir más allá de los bonos que buscan compensar con caridad las miserias cotidianas de los pobres? ¿no será pensable pasar de una modelo de escuálidas subvenciones y créditos, a uno de beneficios y oportunidades estructurales?
Es simplemente apasionante ver como el discurso sobre el carácter natural del devenir de la realidad ha logrado desproveer a la política de la voluntad de modificar nuestra vida social, más allá de las mezquinas posibilidades matemáticas de la micro y macro economía. Como ha instalado en el corazón de la práctica política el pavor al descalabro, si se mueve la variable equivocada.
En síntesis, la nueva ideología reza: la realidad es como es, es como se desarrolla. Hay que tratar de no intervenirla a fin de no alterar su aparente curso natural.
Lo más sabroso es, sin embargo, que quienes profesan esta nueva ideología apuntan con el dedo a quienes piensan algo distinto y los acusan de ideologizados. Como si su concepto de realidad y de política estuviera más allá de la interpretación y sólo diera cuenta de lo "realmente" existente.
En otras palabras, la nueva ideología ha logrado naturalizar la realidad y ponerla a resguardo de la voluntad política de cambiarla. Ella debe transformarse sólo por las fuerzas naturales que la componen. Que en el mundo actual es lo mismo que decir, la energía capitalista. O la energía de los más poderosos, que tienen más recursos y medios para organizarse y conseguir sus objetivos.
En Chile la política se ha convertido en algo distinto del ejercicio social de la voluntad. Ha devenido una especie de ejercicio administrativo de grandes prebendas y pequeñas ideas.
Por lo mismo, no es de extrañar que su encanto no traspase los límites de dichas prebendas o, a la inversa, que no permee a quienes éstas no llegan.
La pregunta que se desprende de todo esto es ¿qué puede ser o qué sentido puede tener una política desprovista de la voluntad de modificar la realidad?

sábado, 12 de marzo de 2011

El astuto empate de la derecha

Hace unas semanas se retomó el debate acerca del indulto general que había propuesto la Iglesia Católica con motivo del Bicentenario. Los detonantes fueron el trágico incendio de la cárcel de San Miguel y las posteriores declaraciones de miembros de Corte Suprema, que señalaron que las cárceles estaban colapsadas y que era urgente hacer algo. Las calificaron incluso como "bomba de tiempo".
Dicho sea de paso, Chile es al país con mayor número de presos por habitante en América Latina. Imagino que ello significará también algo, más allá de la necesidad de construir más cárceles.
Con su agudeza habitual, Alberto Cardemil, diputado de la derecha desde 1994 y conocido colaborador de la dictadura de Pinochet, propuso incluir en el indulto a los militares detenidos por violación a los derechos humanos.
La movida fue genial, en una sociedad en la que nadie se atreve a llamar las cosas por su nombre y estamos dispuestos a hacer cualquier componenda con tal de aparecer todos de acuerdo frente al "proyecto país".
Piñera recogió el guante y señaló que la distinción debe estar no en si el condenado es civil o militar, sino en la gravedad del delito.
Ni tontos ni perezosos, rápidamente los militares se subieron al carro. Estos, representados por el general Fuente-Alba, agregaron un nuevo argumento: "los militares también son chilenos", por lo mismo, deberían ser beneficiarios del indulto.
La movida de la derecha es astuta. A través de esta propuesta consigue dos cosas. Por una parte, volver implícitamente a la tesis de que lo ocurrido fue una guerra. Por otra, poner a la misma altura dos tipos de delitos, que en casi cualquier país, no lo están. El delito común es una cosa, la violación a los derechos humanos, otra. Ni siquiera debería conversarse sobre esto.
La violación de los derechos humanos corresponde a un delito especial y tiene una gravedad mayor por una razón elemental: quienes lo cometen han sido comisionados por el propio Estado para proteger a la ciudadanía, no para asesinarla, torturarla o vejarla. Es esa la razón por la cual la sociedad les entrega armas y atribuciones para usar la violencia legítima. Así, cuando se usan contra la propia población se desvirtúa su propósito y se hace en una forma completamente desproporcionada, ya que ésta, en general, no tiene cómo defenderse. Ahí su gravedad.
Por otro lado, con esta movida se vuelve sobre la idea de que hubo "caídos de ambos lados", como si lo sucedido hubiera sido una guerra y no una masacre. Recordemos las macabras cifras recopiladas por distintas comisiones y organismos de derechos humanos: 3.000 muertos y desaparecidos, 28.000 detenidos y torturados, y 500.000 exiliados. Y salvo algunos combates aislados en el Paseo Bulnes y otros lugares, no hubo enfrentamientos.
¿O era acaso un fusil lo que usaba Víctor Jara antes que le cortaran las manos y lo asesinaran en el estadio que hoy lleva su nombre?
No es aceptable que la derecha intente este empate una vez más. Mucho menos que no se le critique masivamente.
Tal vez el general Fuente-Alba tenga razón en su argumento de que también los militares y civiles que violaron derechos humanos son chilenos, pero habría que recordarle que no actuaron como tales cuando decidieron matar, torturar y exiliar a sus propios compatriotas, amparados en el poder que el Estado les dio para defenderlos.

martes, 8 de marzo de 2011

Chile, país de eternos ganadores

Chile acaba de perder 4 a 1 frente a Estados Unidos en la Copa Davis. No es que me interese mucho el tenis. De hecho, no tengo la más mínima idea de ese deporte. Sin embargo, algunas declaraciones de la prensa no pueden dejarlo a uno indiferente, por el significado profundo que encierran.
Con orgullo Radio Bío Bío, que se jacta de ser una de las más independientes y críticas del país, celebró la derrota del equipo chileno, titulando su artículo, con evidente poética, "Cuando la cueca desafió al rock and roll".
"Chile no tiene nada que reprocharse", señaló. "Por el contrario, debe alegrarse. Hay equipo para pelear de igual a igual en el repechaje de septiembre la permanencia en el grupo mundial".
No menos notables que estas palabras fueron las del propio Nicolás Massú. Uno de nuestros tenistas estrella, que está en el lugar 263 de algún ranking, señaló, luego de perder: "No sé por qué esa negatividad. Se perdió, pero demostramos que podemos jugar de igual a igual ante un rival poderoso. Paul se entregó y yo también. Fueron mejores que nosotros y ahora esperamos seguir en el grupo mundial".
Dos cosas llaman la atención. Primero, el orgullo con que se enfrenta la derrota, incluso por quienes la sufrieron personalmente. Segundo, que también aquellos que se jactan de críticos la celebran y se conforman con haber competido.
No puedo dejar de recordar la frase que escuché a un tenista argentino hace años, en una situación similar. Debía enfrentar a Marcelo "chino" Ríos, quien en aquella época se ubicaba entre los primeros tenistas del mundo. Cuando agudamente un periodista chileno le preguntó si creía que tenía posibilidades de ganar, respondió: "¿y usted piensa que si yo no creyera que tengo posibilidades de ganar, vendría a jugar?"
Efectivamente el tenista argentino perdió, pero en ningún momento se retiró con aires de ganador. Si no como lo que era: alguien que había justamente perdido ante la superioridad innegable de un contendor.
Son varias las preguntas que surgen ¿Por qué a nosotros nos cuesta tanto aceptar que en éste, como en muchos otros casos, no estamos a la altura, e intentamos vestir de victoria la derrota? ¿Por qué insistir en que nuestro valor radica en nuestra capacidad de lucha y no de logro? ¿Será verdad lo que tantos han escrito acerca de que nuestro héroe máximo - Arturo Prat, cuyo barco fue hundido y él muerto por el enemigo - es quien mejor representa nuestra identidad nacional? ¿Cómo se condice esto con un país lleno de "winners"?
Pienso que lo que hacemos al emitir juicios como los transcritos no es más que crear un artilugio lingüístico para no reconocer que no estamos a la altura de ganar. Y que para no sentirnos humillados ante la derrota, le adjudicamos a ésta un valor superior. Algo así como sentirse orgullosos de haber tenido la oportunidad de perder.
En la "Casa del Deporte" de la Universidad de Concepción hay un mural - muy conocido y extendido - que dice "gana sin orgullo, pierde sin rencor". Estoy seguro que quien lo escribió, jamás se podría haber imaginado que hubiera sido posible aconsejar a un derrotado: "pierde sin orgullo".