Hay comportamientos nuestros que llaman mucho la atención, entre tanto, ya no sólo a los turistas.
¿Quién no ha visto autos estacionados de modo tal que ocupan dos espacios o en el lugar para lisiados, sin que el chofer lo sea? Es frecuente que los autos paren sobre el paso de cebra, obligando a los peatones a cruzar haciendo peligrosas maniobras. Ni hablar de la imposibilidad de los automovilistas de detenerse al doblar para dejar pasar a los traseúntes.
¿No les llama la atención que muchos no se muevan a la derecha para dar espacio a los vehículos de emergencia? O, peor aún, se instalen detrás de ellos para poder ir más rápido.
Pero estas conductas no son propias sólo de los automovilistas. ¿Alguien ha visitado las playas después de vacaciones? Toneladas de basura son lo único que queda. ¿No es acaso raro que las personas boten papeles impúdicamente en las calles?
Desde hace un tiempo se ha vuelto moda que los jóvenes, en plena amanecida, griten o canten en las calles, sin importarles la gente que duerme. Lo mismo furgones escolares u otras personas que tocan las bocinas para recoger a sus pasajeros o para que les abran un portón.
Otros tantos dejan sus carros de supermercado en mitad del pasillo, como si fueran los únicos que quisieran transitar. No son pocos quienes, cuando compran en pareja, hacen dos filas a fin de pagar en la que avance más rápido.
Con esas y otra infinidad de conductas similares convivimos diariamente. Si preguntamos por su origen, la mayor parte de las veces recibiremos el mismo tipo de respuesta: ellas son un reflejo del individualismo reinante.
Esto me parece parcialmente cierto. Digo parcialmente, ya que es un hecho que en las sociedades modernas las personas tienden al individualismo. Es decir, a refugiarse en sus propios espacios privados personales y profesionales. Sin embargo, este individualismo moderno parece no ser idéntico en todas partes. En países de Europa continental, por ejemplo, el Estado ha creado una serie de estructuras de solidaridad social (crecientemente amenazadas) y una cultura que llevan a las personas a sentirse responsable del funcionamiento de toda la sociedad. Por lo mismo, las conductas individuales que afectan negativamente a los demás son más infrecuentes que acá.
En otros lugares como USA, Canadá, Australia, se han construidos visiones de sociedad que descansan en profundos valores ciudadanos. Además de las organizaciones comunitarias que estrechan los lazos de pertenencia a un todo. En conjunto han desarrollado una conciencia de responsabilidad por los demás.
Pero ¿qué pasa en Chile? Temo que acá no tenemos ni lo uno ni lo otro. El Estado lejos de promover estructuras de solidaridad social, las deteriora. Basten como ejemplos la educación, la salud o las pensiones: cada quien recibe de acuerdo a lo que puede pagar.
Además, tampoco hemos logrado construir organizaciones comunitarias razonables, ni mucho menos una conciencia de ciudadanía que nos permita sentirnos unidos en nuestras diferencias.
Diría, entonces, que estamos frente a dos tipos de individualismo. Mientras en el primer caso se trata de un individualismo social, en el nuestro corresponde a uno asocial. Es decir, sin conciencia ni interés en la importancia del otro para nuestra propia subsistencia y progreso individual.
Este individualismo asocial es, sin duda, mucho más peligroso. Y esto no porque nos vaya a poner permanentemente en situaciones de confrontación, sino porque nos transforma en víctimas más fáciles y dóciles de nuestros propios compatriotas más poderosos.
En este punto se podría preguntar si este individualismo asocial afecta a toda la sociedad o sólo a quienes no pertenecemos a las elites, que, dicho sea de paso, somos la gran mayoría de la población.
¿Quién no ha visto autos estacionados de modo tal que ocupan dos espacios o en el lugar para lisiados, sin que el chofer lo sea? Es frecuente que los autos paren sobre el paso de cebra, obligando a los peatones a cruzar haciendo peligrosas maniobras. Ni hablar de la imposibilidad de los automovilistas de detenerse al doblar para dejar pasar a los traseúntes.
¿No les llama la atención que muchos no se muevan a la derecha para dar espacio a los vehículos de emergencia? O, peor aún, se instalen detrás de ellos para poder ir más rápido.
Pero estas conductas no son propias sólo de los automovilistas. ¿Alguien ha visitado las playas después de vacaciones? Toneladas de basura son lo único que queda. ¿No es acaso raro que las personas boten papeles impúdicamente en las calles?
Desde hace un tiempo se ha vuelto moda que los jóvenes, en plena amanecida, griten o canten en las calles, sin importarles la gente que duerme. Lo mismo furgones escolares u otras personas que tocan las bocinas para recoger a sus pasajeros o para que les abran un portón.
Otros tantos dejan sus carros de supermercado en mitad del pasillo, como si fueran los únicos que quisieran transitar. No son pocos quienes, cuando compran en pareja, hacen dos filas a fin de pagar en la que avance más rápido.
Con esas y otra infinidad de conductas similares convivimos diariamente. Si preguntamos por su origen, la mayor parte de las veces recibiremos el mismo tipo de respuesta: ellas son un reflejo del individualismo reinante.
Esto me parece parcialmente cierto. Digo parcialmente, ya que es un hecho que en las sociedades modernas las personas tienden al individualismo. Es decir, a refugiarse en sus propios espacios privados personales y profesionales. Sin embargo, este individualismo moderno parece no ser idéntico en todas partes. En países de Europa continental, por ejemplo, el Estado ha creado una serie de estructuras de solidaridad social (crecientemente amenazadas) y una cultura que llevan a las personas a sentirse responsable del funcionamiento de toda la sociedad. Por lo mismo, las conductas individuales que afectan negativamente a los demás son más infrecuentes que acá.
En otros lugares como USA, Canadá, Australia, se han construidos visiones de sociedad que descansan en profundos valores ciudadanos. Además de las organizaciones comunitarias que estrechan los lazos de pertenencia a un todo. En conjunto han desarrollado una conciencia de responsabilidad por los demás.
Pero ¿qué pasa en Chile? Temo que acá no tenemos ni lo uno ni lo otro. El Estado lejos de promover estructuras de solidaridad social, las deteriora. Basten como ejemplos la educación, la salud o las pensiones: cada quien recibe de acuerdo a lo que puede pagar.
Además, tampoco hemos logrado construir organizaciones comunitarias razonables, ni mucho menos una conciencia de ciudadanía que nos permita sentirnos unidos en nuestras diferencias.
Diría, entonces, que estamos frente a dos tipos de individualismo. Mientras en el primer caso se trata de un individualismo social, en el nuestro corresponde a uno asocial. Es decir, sin conciencia ni interés en la importancia del otro para nuestra propia subsistencia y progreso individual.
Este individualismo asocial es, sin duda, mucho más peligroso. Y esto no porque nos vaya a poner permanentemente en situaciones de confrontación, sino porque nos transforma en víctimas más fáciles y dóciles de nuestros propios compatriotas más poderosos.
En este punto se podría preguntar si este individualismo asocial afecta a toda la sociedad o sólo a quienes no pertenecemos a las elites, que, dicho sea de paso, somos la gran mayoría de la población.
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