lunes, 16 de diciembre de 2013

Un ránking sin nombres ni apellidos

Con mi tía Julia inventamos un ránking para saber quién nos mentía más.
Obviamente se trataba de un juego para divertirnos, pero también para hacernos más grata nuestra cotidiana confrontación con la mentira.
A primera vista el juego éste del ranking podría parecer superfluo, especialmente si se piensa en los personajes que estaban involucrados: un cortinero, un mueblista, un pintor, un camionero, y otros tantos de similares oficios u ocupaciones. Ellos, sin embargo, no eran los únicos; también había arquitectos y constructores.
Pero no era un juego banal.
La historia es "más o menos así" - como dirían los cantantes de bolero. Hace unos dos años, cuando mi tía María aún vivía, decidí construirles una casa a ambas para hacerles más gratos sus últimos años. La noble y vieja casa de Pelchuquín no sólo estaba dañada por sus cien años de historia, sino que también era víctima de las prácticas de construcción de la época. En el invierno el frío era insoportable y en el verano agobiaba el calor hasta la amanecida. La idea de hacerles una nueva casa fue entusiastamente secundada por mi banco (no sé porqué uno dice "mi" banco, si desde el punto de vista de la "posesión", la realidad es exactamente la inversa), quien se ofreció generosamente a financiarla, previa hipoteca del sitio y otros bienes.
Comenzamos por hacer un plano con una connotada arquitecta de la plaza. Le siguieron planos de agua y electricidad, con profesionales similares. La búsqueda de la empresa constructora fue lenta y nada fácil. Los estándares de construcción era altos y la casa estaba en Pelchuquín, por lo que hubo que traer a alguien de Valdivia. En seguida se asignó la inspección técnica a una constructora civil, no menos destacada que los anteriores.
Así comenzó todo. Luego vino el ránking.
La casa debía estar lista en octubre. Pero no lo estuvo. De hecho, aún no lo está. El constructor fijó varias veces nuevas fechas para la entrega. La última se fijó recién hoy, así que habrá que armarse de paciencia y seguir esperando.
Tres meses - aderezados con diversas historias - se demoró en ser pintada la antigua tina en un reputado taller de Valdivia. El viejo lavalozas de la familia aún no lo está. Pero sabe qué, señor Fernández, que bueno que me llamó, porque justo hoy me estaba acordando de usted, porque mañana viene el soldador, así que pasado mañana le ponemos el aparejo y en tres días estamos listos. Tres días que se repiten en ciclos regulares y cuyo inicio está determinado por mi llamado telefónico para averiguar cómo va todo.
El cortinero tendría su trabajo listo el lunes. ¿El 16? Que además coincidía con el cumpleaños de mi tía María. Bueno podría ser, señor Fernández, pero para qué vamos a andar tan apurados. Entiéndame bien, no es que no esté listo, sino sólo que el apuro..... ¿Para qué? Mejor en un lunes más...
Al mueblista le contamos del ranking mientras nos tomábamos taza de café con mi tía Julia. Se rió mucho. Nos dijo que no quería entrar en él. Y estuvo a punto de no hacerlo. Salvo por un atraso menor de un par de días. Esperamos.
Quien definitivamente no entró en el ranking fue el camionero que trajo algunos muebles desde Santiago. Cargó a la hora, entregó a la hora. Con una rigurosidad impresionante. Mil kilómetros de precisión y puntualidad.
Sin duda el ranking lo encabeza el pintor. Por lejos. Salvo que incluyanos en él a los profesionales. Pero en ese caso no sólo irían a la cabeza, sino que habría que ampliarlo y agregarle un indicador de ineptitud y, sobre todo, de falta de profesionalismo.
Pero esa es otra historia. Mucho menos anecdótica y simpática.
 

martes, 6 de agosto de 2013

En medio de dogmas


Por  Jorge Fernández Darraz

¿Cuál ha de ser el modo para abandonar una discusión escolástica?

El tema en disputa es la educación. Hay que advertir que, en buena medida, la centralidad de esta discusión se ha visto forzada por la irrupción de lo que se ha dado en llamar “Movimiento Social”. En paralelo, todos lo recordamos, el llamado “caso CNA” y el cierre de la Universidad del Mar, agregaron un condimento delincuencial y de desamparo a este asunto. Y fue a partir de esto que se  instaló la discusión sobre el lucro, el rol del Estado y los límites del emprendimiento privado en el ámbito de la educación. ¿Cómo abordar esto sin caer en la discusión escolástica que queremos abandonar? La posibilidad de salir de este cepo implica volver respecto del tema del Estado, no desde una posición dogmática sino examinando su papel en el reciente proceso chileno ya sea bajo el modo del abandono o del desapego. Se trata de pensar a la luz de la reciente experiencia histórica. ¿Será ese el modo de salir de la escolástica?
En Chile y fruto del acelerado proceso de modernización capitalista engendrado durante la dictadura militar se produjo lo que algunos de modo acertado han definido como “el tránsito del Estado al Mercado”. Aquello sería la situación que posibilita la ley de Universidades de inicios de los años 80, el surgimiento de las universidades privadas y el abandono estatal respecto de las universidades que hasta entonces se definían como “públicas”. Una segunda transición, se produce e partir de los años 90, luego del tránsito del “Estado” al “Mercado” se modifica el sistema político, aunque no tanto ya que aún se discute respecto de aquello a veinte años vista. Esta segunda transición produjo la consolidación de un estado de cosas, nos referimos al campo de la educación, que siguió el derrotero del desplazamiento del Estado respecto de sus dominios históricos. Lo que aquí tenemos es una descripción a partir de la cual no queremos caer en el dogmatismo. Se impone, entonces, una segunda pregunta. ¿Qué tuvo que ocurrir para que esto sea posible? Respecto de la primera transición se puede argumentar que la violencia y la ausencia de contrapeso de la dictadura lo podía todo. Ello posibilitó la instalación de la ideología del Mercado como única forma posible de desarrollo de la sociedad. Respecto de la segunda transición el responder esta pregunta se torna complejo.
Podemos sospechar que en lo referente a la discusión sobre educación los actores dominantes de la segunda transición fueron apresados por una dogmática heredada o bien se convencieron de ella. Quizás, y tal vez esto sea lo más certero, buscaron las bondades de un modelo que al fin de cuentas les convencía. La dogmática de los 90 con su “fin de la historia”, “la desaparición del sujeto” y la “muerte de los grandes relatos” parecía imbatible frente al enorme desatino de la dogmática derrotada, a saber, el socialismo. Poco espacio quedaba para no hacer otra cosa que buscar el acomodo a un modelo que a través de la fuerza de los hechos se imponía.
A esto hay que agregar que la imposición de un modelo de democracia de Mercado puso en tela de juicio el papel del Estado, esto se sazonaba con las razonables críticas al capitalismo de Estado de los países de la Europa del Este, países marcados por la planificación centralizada y el control de la vida privada. No era el mejor modelo decían los dogmáticos de la otra vereda y tenían razón, no lo era. Se impuso una vez más la fuerza de los hechos y si bien el modelo imperante no era el mejor al menos se podía corregir para, digamos, no incurrir en viejos dogmatismos. En ese empeño se ha planteado, sin que el asunto se modifique mucho, que no cabe otro experimento u otra idea a la que se moteja de “ideológica” o “escolástica”. Y algo de aquello hay. Una nueva dogmática ha emergido a partir de los últimos años. Lo que se da en llamar “Movimiento Social” ha instalado, con bastante dogmatismo,  cuestión de la gratuidad. En el medio de este conflicto aquellos que comenzaron a buscar las bondades del modelo lo siguen haciendo y tachan de dogmáticos a unos y otros. ¿Lo hacen por convicción a pesar de que las bondades aún no aparecen? O si han aparecido, por ejemplo, en términos de cobertura, ha sido en desmedro de las universidades del Estado que han sido satanizadas no tan solo por aquellos que uno esperaría que lo hicieran sino también por personas que aparecían como más razonables.
¿No queda otro camino ante la prepotencia de los hechos?
Nos parece que es importante situar algunas cuestiones como modo de avanzar en esta discusión si es que la cuestión de la calidad de la educación es lo que se halla en juego. Es evidente que esto no tiene que ver con los meros indicadores, tiene que ver con la responsabilidad social y política de las instituciones de educación.
En primer lugar, es imperioso que las universidades con financiamiento estatal sean más eficientes y competitivas. Pero para que aquello ocurra deben primero existir, y en eso el Estado está en deuda ante la pasividad de todos. No es posible que ante un planteamiento de esta naturaleza uno sea tachado de dogmático o ideologizado. Y no hablamos de la gratuidad, hablamos de las condiciones de funcionamiento, por ejemplo, de la Universidad de Chile.
En segundo lugar, parece razonable poner freno a las trampas del lucro en las universidades con dueño. También sería razonable que existiera un procedimiento claro y riguroso respecto de la certificación de sus procedimientos y el aseguramiento de la calidad. ¿Es el modelo de acreditación el más apropiado? Alguno ha de haber y el Estado algo tiene que decir en esto. 
¿Cómo se pueden cumplir estas dos premisas? A la luz de los recientes sucesos y el tono de la discusión lo planteado aquí parece impensable. Estamos en presencia de una discusión primordialmente ideológica de parte de unos y de otros, y también de aquellos que han intentado corregir el modelo cuestión que a fin de cuentas los ha protegido de otros dogmas. ¿Podría haber una discusión de otra naturaleza?

lunes, 29 de julio de 2013

Por una discusión no-escolástica


Por José Joaquín Brunner
Profesor Universidad Diego Portales

El carácter público/privado de la educación superior, así como el cambiante significado de esta distinción y las disputas ideológicas en torno de ella, han sido objeto de intenso estudio (para el caso de Chile véase el volumen editado por Brunner y Peña, 2011 y para el caso de los países de la OCDE el volumen de Enders y Jongbloed, 2007) y continuas polémicas.
Por mi parte, pienso que la mítica identificación de lo público con lo estatal en el caso de las universidades, nacida junto con el proyecto de la universidad imperial napoleónica y el programa humboldtiano en el marco del Kulturstaat prusiano, resulta completamente anacrónica a comienzo del siglo XXI. Efectivamente, en el mundo contemporáneo la publicidad de la universidad está dada más por el sentido de su misión, el desempeño y resultado de sus funciones y su participación en la reflexividad deliberativa de la democracia que por las formas de organización de su gobierno, propiedad y control.
Además, en concreto, en la mayoría de los países los Estados han dejado de financiar completamente a las universidades estatales, estimulándolas a buscar --o imponiéndoles-- esquemas de financiamiento compartido. Del mismo modo, la carrera funcionaria pública de los académicos se halla en retirada, igual como el gobierno colegial-electivo de las instituciones llamadas públicas. La gestión de las universidades, a su turno, ha sido profundamente penetrada por las fórmulas del New Public Management, con inescapables efectos sobre la cultura organizacional de estas instituciones y su clima de trabajo. En suma, vivimos a la sombra de procesos de creciente privatismo (que no propiamente de privatización en el sentido estricto de la palabra).
En todas partes --de China a Gran Bretaña, de África del Sur a Chile, de Australia a Vietnam-- se introducen mecanismos de tipo mercado e incentivos de diverso tipo para reorganizar la gobernanza de los sistemas nacionales de educación superior. El mero hecho de que ya no sean los Estados únicamente los que mediante políticas, leyes, comandos administrativos y asignación de recursos fiscales gobiernan y coordinan por sí solos a dichos sistemas representa un giro radical en las maneras de entender lo público en la educación superior y el estatuto de las instituciones públicas en el seno de las sociedades capitalistas.
Hemos ingresado en efecto al tiempo de la gobernanza que supone un gobierno y coordinación plurales de los sistemas, con participación directa de diferentes partes interesadas (stakeholders), con fuerte presencia de elementos de mercado y competencia y con la emergencia de un Estado evaluativo y regulatorio en vez del Estado proveedor y gestor burocrático de sus propias instituciones.
En estas circunstancias, cada vez más los atributos y dinámicas de lo público y lo privado, del Estado y la sociedad civil, del gobierno por comando y la coordinación generada por medio de intercambios, aparecen no como polos excluyentes sino como extremos de un continuo a lo largo  del cual se presentan muy diversas formas de combinación público-privada. Algo similar a como ocurre con el continuo 'glonacal': global, nacional, local.

Asimismo, según cual sea la dimensión considerada de los sistemas nacionales de educación superior y de las instituciones que los conforman, encontramos una gran variabilidad de rasgos público-privados. Para partir por casa: ¿qué status reconocemos a nuestras universidades privadas a las que incómodamente atribuimos una vocación pública? ¿Y qué tan pública es una institución del Estado que privatiza parte de sus recursos en favor de sociedades relacionadas con las autoridades de la misma institución? O bien, ¿qué decir de universidades públicas que deben generar la mitad, o a veces más, de su ingreso anual a través de la comercialización de servicios de conocimiento y/o mediante la participación  en concursos y licitaciones de dineros fiscales? ¿Y cuán privadas son aquellas universidades que --operando auténticamente sin fines de lucro-- obtienen una parte significativa de su presupuesto de los aranceles pagados por estudiantes beneficiados por becas y créditos subsidiados por el Estado?
No muy distintas son las preguntas que surgen al observar el resto del mundo: ¿es pública la educación superior de países como Gran Bretaña, Australia y Estados Unidos donde más de la mitad del total de recursos que financian a estos sistemas proviene de fuentes privadas?  O bien, ¿que tienen propiamente de estatal ciertas universidades de América Latina que gozan de una verdadera autarquía, se gobiernan con entera prescindencia de la voluntad de cualquier órgano público, no rinden cuenta de los recursos que reciben de la renta nacional y a veces, además, actúan como organismos de repudio o movilización anti-gubernamental?
Por el contrario, ¿alguien diría que el grupo de universidades del Ivy League de los Estados Unidos, entre  las cuales se hallan varias de las más reputadas del mundo, todas de propiedad y control privado pero fuertemente subsidiadas por dineros federales y estaduales, no son acaso sustantivamente públicas?
Parte del anacronismo en cuanto al uso puramente ideológico de los términos público y privado en el ámbito de la educación superior viene de la confusión en cuanto al rol que cumplen las universidades en la sociedad actual. Por ejemplo, ¿es la función docente --la formación de capacidades técnico-profesionales-- una función limitada a la generación de beneficios privados exclusivamente, como a veces sugiere una postura neoliberal extrema? Ciertamente, no es así. Además del positivo retorno privado a la inversión en capital humano, bien comprobado en las estadísticas de la OCDE, la elevación de los niveles educacionales de la población produce sin duda alguna beneficios sociales y contribuye al bienestar público. De modo que tampoco un tosco progresismo --al sostener que la educación superior debe ser gratuita como si no produjese ningún beneficio monetario individual y solo bienes públicos-- es sostenible.

 Algo parecido sucede con las otras funciones de las universidades, trátese de la producción de conocimiento académico, su transferencia al sector productivo y a la sociedad o su difusión en la esfera de la cultura reflexiva. ¿Imagina alguien, a esta altura del siglo XXI, que tales funciones podrían ser desarrolladas  solamente por universidades estatales, o que solo generan beneficios sociales cuando son desempeñadas por instituciones públicas o bien que las instituciones privadas --sobre todo aquellas sin fines de lucro que en el mundo de las universidades son la amplia mayoría-- no contribuyen, ni podrían hacerlo, al bien público?
Dicho en breve, nuestro debate sobre estos asuntos se mueve entre mitos anacrónicos y confusiones ideológico-intelectuales que no nos merecemos. Hemos convertido las disputas sobre lo público-privado dentro del espacio de la Educación Superior --al igual que sobre el lucro, la gratuidad, el Estado y el mercado-- en un remedo escolástico de un verdadero debate académico-intelectual y político-cultural. Empleamos estos términos como proyectiles (tigres de papel), en vez de hacernos cargo de su creciente complejidad y de la necesidad que existe de reinterpretarlos a luz de las nuevas dinámicas institucionales y de los profundos cambios que experimentan los sistemas nacionales de educación superior.

domingo, 21 de julio de 2013

Verdaderas falacias*


Por Fernando Montes S.J.
Rector Universidad Alberto Hurtado
* Respuesta al artículo: Se equivoca el rector Carlos Peña

Enrique: leí tu columna mostrando distancias frente a la columna de Carlos Peña sobre las falacias. Debo confesarte que en el conjunto le encuentro más razón al Rector.
En el tema de lo estatal o lo público estoy más de acuerdo con Peña. La tradición chilena distinguía entre Particular y Estatal cuando hablaba de educación. Se daba por entendido que el conjunto era algo público y por eso concedía al estado el derecho de tomar exámenes en todas las instituciones sin restricción (a mi colegio venían a examinarnos profesores enviados por el Ministerio), porque toda educación tiene un carácter público.
Desde el punto de vista semántico la palabra “bien” tiene varios sentidos: a) un bien puede ser es un sustantivo, una cosa, un artículo, un producto sin connotación alguna de valor; b) un segundo sentido de la palabra está ligado a la valoración: “hacer el bien”, sobre todo moral, o “está bien hecho”, que hace alusión a la calidad del trabajo, etc. Es obvio que la columna del rector Peña se refiere al término en el primer sentido, es decir la educación es una “cosa” pública, sin otorgarle cualificación moral.
Cuando se habla “bien” público se está diciendo que se trata de algo público que su presencia o su ausencia tiene consecuencias públicas. Una mala educación es un malgaste de un bien público y el estado debería velar para que no se produzca. La educación dada por los nazis obviamente era estatal y pública, era un “bien público” que dañaba a toda la sociedad y no solo a determinadas personas.
La educación es un acto que tiene externalidades públicas buenas y malas y por eso toda ella tiene una dimensión pública. Obviamente la educación estatal es pública pero no es toda la educación pública. Creo un error, una falacia, imaginar que sólo lo estatal es público. Consecuencia funesta de ese error es pensar que el estado no puede regular las universidades “privadas” porque son “privadas”. Ante ese error hay que reivindicar el carácter público de la educación que no solo autoriza al estado sino le exige a regular la actividad.
Hay abundante literatura sobre lo estatal y lo público y la necesidad de distinguirlos; sobre el bien común, etc. Esto es importante porque hoy, por ejemplo, hay muchos movimientos sociales que nadie puede negar que tienen carácter público, que tocan la esencia de la organización social y claramente no son estatales. ¿Quién puede decir que el movimiento estudiantil es privado?
Del mismo modo estoy de acuerdo con Carlos Peña en sus ideas en torno a la composición del Consejo de Rectores en un país que debería ser democrático. Creo que tu argumentación es muy débil. Prescindiendo del comportamiento de las universidades que puede ser culpables -tanto las del CRUCH como de las que no lo son- , hay que ir a la ley y a la definición: en el origen son del CRUCH las universidades que existían antes del Ochenta y las que se derivan de ellas. No pertenecen al CRUCH las que se fundaron después de esa fecha. Ahí se produce una separación que genera equívocos porque la gente cree, y ahí está la falacia, que es sinónimo de no ser del CRUCH el que uno lucra, es de mala calidad o inestable. La pertenencia o no al CRUCH nada tiene que ver el lucro o no lucro (vale la pena ver algunos dictámenes de la Contraloría y la exposición del Contralor ante la comisión de la cámara, donde se explicita la preocupación de la Contraloría ante el paralelismo de instituciones relacionadas dentro de las U. estatales).
La ley discrimina, entrega beneficios a los estudiantes y a las instituciones por criterios históricos y no morales, ni de calidad. De ahí se sigue una ideología falaz. Esto daña a fondo a algunas universidades estatales, como se puede comprobar en el último informe sobre Gastos en Educación Superior de la Contraloría, donde hay una iniquidad en lo que se entrega por alumno porque se usan criterios históricos. En las universidades llamadas privadas las hay que lucran y que no lucran; las hay buenas y malas. Desgraciadamente en el CRUCH hay oscuras relaciones con muchas sociedades relacionadas y también hay universidades buenas o malas.
La columna de Peña, con razón, no entra en eso que debería ser zanjado por la justicia. La situación actual es confusa, antidemocrática e injusta. Sobre esto te puedo dar innumerables casos. A mí me duele que no podamos sentarnos todos los involucrados mirando el bien del país. Para bien o para mal hay más alumnos en las universidades llamadas privadas que en las del CRUCH y en ellas hay más pobres.
El último punto toca algo importante que me gustaría se clarificara. En las universidades estatales, por una concepción particular de la autonomía, los cuerpos internos, de hecho, deciden sin tener en cuenta las políticas de estado; se han privatizado en favor de los profesores. Cuando el Presidente Frei quiso volver el Pedagógico a la Universidad de Chile los profesores de la UMCE y de la Chile por razones diversas, mirando sus intereses, dijeron que no y el gobierno nada pudo hacer, no tiene dirección de sus propias universidades. Hoy la Chile por si decidió iniciar un nuevo Pedagógico con un costo enorme para el país y creando competencia en Santiago entre dos instituciones estatales. Hay que reconocer también que aquí hay falacias que impiden una consideración de todo el sistema, imponiendo reglas y controles universales.

lunes, 1 de julio de 2013

Se equivoca el rector Carlos Peña

Desde hace varios años, el Mercurio del domingo publica la conocida columna de Carlos Peña, rector de la Universidad Diego Portales. En ella el rector Peña toma posición respecto de la contingencia, ilustrándola con académicas citas, inevitables, es probable, para un doctor en Filosofía.
Resulta destacable su coraje para hablar sobre temas en los que todos tratan de ser políticamente correctos, sin sucumbir a ese extendido vicio, enfrentándolos en forma directa y mordaz.
En general, sus textos me representan y ayudan a interpretar determinados sucesos de nuestra realidad. Sin embargo, hace unas semanas publicó un artículo titulado "Falacias Universitarias", con el cual quiero discrepar en algunos puntos relevantes.
De las cinco falacias enunciadas por el Rector Peña, la primera que me merece reparos es la que señala que "público" y "estatal" no son sinónimos cuando se habla de universidades. Y que lo que definiría esa condición es "el carácter de los bienes que produce, el diálogo sin restricciones que posibilita, los intereses generales que mediante ella se promueven". Dada su enorme complejidad teórica, discutir cada uno de esos puntos es una tarea que va más allá de este artículo. Baste un ejemplo: educar un ser humano, en el nivel que sea y con independencia de la institución que lo haga, parece a primera vista un bien público. Esto sin duda también pensaban los nazis cuando formaban a la futura raza superior. Y precisamente por eso lo hacían, al amparo del Estado. Entonces, incluso el supuesto bien público producido admite un juicio sobre si es o no tal. En otras palabras: no basta con educar para suponer que ello es un bien público.
En otros países (paradójicamente en la misma Alemania) Estado y público se entienden como sinónimos. En primer lugar por razones jurídicas: lo que está sujeto al derecho público es aquello que tiene que ver con el Estado. En segundo, porque es el Estado quien debe velar por el pluralismo de la formación y de las condiciones que la hacen posible.
Sin duda hay que discutir más este tema, pero la discusión no puede estar condicionada por distinciones del sistema universitario nacional que no hemos sabido resolver. Ella debe, realmente, apelar a dimensiones filosóficas.
Esto nos lleva a la segunda falacia enunciada por el Rector Peña: la pervivencia de la distinción entre Universidades del Consejo de Rectores y las demás, como una distinción "casi categorial", siendo que en ambos grupos hay instituciones de variada índole, y de buena y mala calidad. No cabe ninguna duda que su afirmación es correcta, pero hace abstracción de la realidad en que esa distinción funciona. Ella no tiene que ver con temas de variedad o calidad. Se trata una distinción ética y política, cuya frontera está trazada por la línea que separa a las instituciones sin fines de lucro y aquellas que, aunque lo declaren según la ley lo exije, son rondadas por sospechas que hacen pensar lo contrario. Ahora, que la universidad que el rector Peña dirije se encuentre en aquellas privadas que no lucran, es un problema que no se soluciona denostando al Consejo de Rectores, sino exigiendo públicamente el cumplimiento de la ley. Que eso signifique quedar en un espacio intermedio, es sin duda también un problema político complejo. Pero mucho menor que avalar con el silencio el ejercicio encubierto del lucro y de los vicios que ello ha conllevado (baste recordar los escándalos que han rodeado a la Comisión Nacional de Acreditación y a algunos de los comisionados elegidos por las universidades privadas y luego contratados por algunas de ellas).
Por último, quisiera mencionar la referencia que el Rector Peña hace a la administración  universitaria como un ejercicio en el cual, quienes la ejercen creen que se deben a los miembros de la universidad (universidades estatales) o a sus controladores (universidades privadas). Esta afirmación también llama la atención por la abstración que se hace de las formas de construir la autoridad en una universidad, independiente de su carácter. Por la vía que sea, ello se hace a través del ejercicio del poder. Y esto no sólo involucra "las mejores razones" o "el proyecto intelectual que la universidad está llamada a cumplir", sino también las condiciones políticas internas que imponen a su vez, condiciones a quienes conducen la universidad (lo que no es sinónimo de determinar todas sus acciones posibles).
Sospecho que el Rector Peña sabe de esto. Es más, sospecho que no es posible llegar a un cargo relevante al interior de una universidad desconociendo esto.

martes, 25 de junio de 2013

Piñera (José) defiende su asocial engendro

Hace algo más de una semana, parte importante de la prensa chilena dio una amplia cobertura a la entrevista de José Piñera en un diaro Suizo. En ella defendió la que probablemente sea su más célebre y asocial creación: el sistema de pensiones chileno, conocido como AFP's.
Los argumentos de Piñera son notables, especialmente por la abstracción completa que hace de lo social. Y no me refiero con esto a un posible componente solidario del sistema de pensiones que lo hiciera merecedor de tal adjetivo (a la europea), sino a algo mucho más simple. A la negación de que un sistema de pensiones existe dentro de una sociedad.
Es difícil discutir con él, pero no por la contundencia de sus argumentos. Al contrario, su debilidad raya en el absurdo. Pero - y esto es lo más relevante - no hay argumento absurdo cuando se tiene la fuerza de las armas de una dictadura militar para decidir el destino de millones de jubilados de un país. En otras palabras, ideas tan débiles sólo pueden imponerse por la irracionalidad de la fuerza.
Veamos algunos de sus planteamientos, sólo por hacer un ocioso y tardío ejercicio de conversación con José (espero que no le ofenda esta familiaridad que me tomo):
"en Chile la pensión que reciben los jubilados dependen del esfuerzo y la conducta que que tuvieron en su vida laboral", fue una de sus frases, rematada con una sentencia fácil de aprender en cualquier MBA de tercera: "El punto principal del sistema es que hay una relación directa entre el esfuerzo y la recompensa".
¿Sabrá José cuáles son los sueldos reales de sus compatriotas? ¿Estará al tanto que en el país que ocasionalmente habita, los primeros cuatros quintiles de la población (es decir el 80%), no pasan de un ingreso mensual per cápita de 332 mil pesos (U$642)? ¿Y que el tercero, no pasa de los 182 mil pesos (U$354)?  Seguramente conoce las crifras, pero ¿sabrá lo que ellas significan en la vida de alguien? ¿Se dará cuenta José que esa gente es muy esforzada, pero que por la estructura del mercado laboral y de remuneraciones está condenada a vivir en la modestia y a envejecer en la miseria? Digo esto pensando que las pensiones promedio no pasan del 60% del ingreso mensual de las personas.
Si uno quisiera llevar el argumento al extremo podríamos llegar a pensar que la gente jubila en la miseria porque no hizo suficiente en su vida laboral. Es decir, podriamos volver a la clásica visión del roto flojo y borracho, que por propia culpa no le va mejor.
Más notable aún es su afirmación de que gracias a este sistema "se despolitizó un sector importante de la economía, que pasó a manos de individuos, que a su vez pasaron a tener un control de una situación importante de sus vidas".
La frase es notable por varias razones. Primero, porque entregar la administración del dinero de los ciudados chilenos a empresas privadas que lucrarán con él es una decisión profundamente política. Luego, por pensar que por entregar la administración del dinero a empresas ello estará fuera de la política. Tal vez José confunde los cuoteos propios de los partidos políticos con la política. Y por último, por suponer que los ciudadanos tienen algún control sobre lo que sucede con su dinero. Esto no es así porque la ley establece la obligatoriedad de cotizar en una AFP, porque aunque uno pueda elegir el nivel de riesgo de la inversión, uno no decide en el tipo de empresa en que se invertirá. Y, por último, porque uno no tiene ninguna capacidad de incidir en las flutuaciones del mercado financiero.
No cabe duda que, como afirma José, las AFP's han sido un importante factor de crecimiento económico del país. Lo que no dice, sin embargo,  es que ello ha sido a costa de escamotear sus ahorros a los jubilados y distribuir las utilidades que genera su administración entre los mismos que los explotaron durante su vida laboral.
Evidentemente desde su acomodada posición el mundo se ve de otra manera y es fácil apelar al esfuerzo ajeno, cuando el propio no ha sido necesario para tener una vida opulenta, ni lo será para gozar de una vejez más que digna.

lunes, 17 de junio de 2013

Antonio Varas responde a Pablo Longueira


Por Omar Saavedra Santis

            
“Lamento que ante la Cámara se hayan pronunciado las palabras de exclusión al estranjero que se acaban de oir, tanto más cuando por el curso en que va la humanidad, todos los países del mundo han de venir algún día no lejano a ser los miembros de una gran familia i en que la palabra Estranjero ha de ser borrada de la fraternidad universal. Siento que haya vertido un sujeto ilustrado como el señor diputado esas palabras de mezquindad contra el estranjero que sólo se oyen actualmente entre los pueblos salvajes. Se dice que los estranjeros desdeñan, desprecian el hacerse ciudadanos de Chile, porque conservan constantemente el ánimo de volver a su patria. ¿Cuál es el hombre, ¡qué digo! cuál es el chileno que por mucho tiempo que resida lejos de su patria, deje de suspirar por volver a ella aunque se halle disfrutando de una fortuna envidiable en el país que le da hospitalidad? ¿I por qué exijiremos del estranjero industrioso que viene a ayudarnos i enseñarnos, que renuncie enteramente a su propia patria, cuando nunca el chileno sería capaz de hacer lo mismo? ¿Acaso porque no abandona nunca el estranjero la esperanza de volver al país de sus más caras afecciones, deja de tener vínculos con su patria adoptiva i de desearle toda prosperidad? ¿I por qué exijirle tanto, señor? ¿No hace ya lo bastante el estranjero con traernos su industria, su intelijencia, su laboriosidad, a los cuales debemos no pocos bienes? Sepamos tener más reconocimiento, hacer más justicia a los estranjeros, seamos ilustrados para no tener hacia el estranjero esa prevención de espíritus atrasados que los repulsa. 

¡Pero decir que justamente en la mayor capacidad del estranjero está el mal!
No creo que estas palabras que se acaban de oir sean el eco del país, sino el eco aislado del señor diputado. 

Protesto, señor, contra ese espíritu de malevolencia contra el estranjero, ese espíritu estrecho i malentendido de nacionalidad, contra el cual protesta también la civilización, que procura hacer de la humanidad una sola familia.”

                                                                         *** 

(El anterior fue el discurso de Antonio Varas, pronunciado en 1855 en la Cámara de Diputados en contra de un diputado que exigía mayores restricciones y prohibiciones a los ciudadanos extranjeros residentes en Chile. Publicada por Vicente Pérez Rosales en “La Época”, el 6 de junio de 1886.)