jueves, 29 de abril de 2010

Los terremotos derriban mitos

Por Rodrigo Vidal Rojas

Los fuertes daños producidos por el terremoto no sólo son de carácter humano y material. En mi calidad de no experto, considero que la catástrofe del 27 de febrero ha puesto en crisis al menos cuatro aparentes verdades asumidas y ha develado que probablemente se trate de cuatro mitos sin fundaciones sólidas.

El primer mito fragilizado es “Chile, país solidario”. Por cierto, como en cualquier país, en Chile existen instituciones y personas que despliegan una gran solidaridad en momentos como éste. Ahí están la Fundación Teletón, Caritas Chile, Hogar de Cristo, Un Techo para Chile, universidades, colegios, algunas empresas, para demostrarlo. Allí están también miles de jóvenes, hombres y mujeres, contribuyendo con quienes más lo necesitan. Pero estas instituciones y personas, que merecen toda nuestra admiración y respeto, son la parte que queda en pie del mito. En el suelo de este edificio de la solidaridad chilena están los saqueos de un lumpen de diverso pelaje; el egoísmo de los supermercados que prefirieron botar a la basura miles de productos en lugar de donarlos; un sistema de entrega de ayuda que discrimina en Concepción con Nescafé para los más acomodados, bolsitas para los pobres y nada para el resto; la indolencia de aquellas instituciones que funcionan como si nada hubiese ocurrido, so pretexto de normalizar para evitar el estrés postraumático; los millones de chilenos que no sufrieron daño material ni humano y se han conformado con “sufrir” mirando las imágenes en televisión, sin haber hecho ningún gesto de ayuda. Quizás sea usted uno de aquellos que, tal vez, al escuchar la insistencia de Don Francisco extrajo del monedero un billete para depositarlo en el banco, símbolo de su único aporte a las víctimas.

Parte importante de la sociedad chilena es solidaria cuando hay una cámara de televisión y un micrófono cerca. Si no me cree, pregúnteles a todos esos niños y niñas de entre seis y diez años que están sufriendo, que tienen hambre, que no han sido visitados por el Presidente ni por los canales de televisión, que están tristes y con miedo por el solo hecho de no haber tenido la suerte de pedir una “zafrada” para cubrirse. Y el pequeño “zafrada”, inteligente e inocente, enternece a un país entero sin saber que está siendo usado por los figurines de siempre.

El segundo mito colapsado es “Chile, país de cultura sísmica”. Vivimos en un país construido sobre una línea de subducción entre la placa de Nazca y la placa Sudamericana, que recorre longitudinalmente gran parte de su territorio y que se manifiesta mediante diversas fallas geológicas. Y con una historia tristemente enarbolada de terremotos y maremotos altamente destructivos. Y cuya cordillera alberga un importante número de volcanes que causan un permanente riesgo de sismos (además de las otras consecuencias propias de las erupciones). Y con un litoral de más de 4 mil 200 kilómetros de costa, de mar, de olas. Pero vivimos, organizamos nuestro territorio, asentamos nuestras ciudades, nuestra actividad económica, nuestra vida, construimos nuestros programas educativos, creamos nuestras instituciones como si no existieran las fallas geológicas, como si no tuviésemos mar, como si no existieran los volcanes, como si no tuviésemos una historia telúrica letal. Y el 8 de marzo, diez días después del último terremoto, se nos informa que una importante cantidad de habitantes de caletas azotadas por el (o los) tsunami se quieren reinstalar en los mismos sitios de sus desaparecidas moradas. El mito de la cultura sísmica se transforma en escombros a la misma velocidad que nuestra memoria expulsa el recuerdo de cada catástrofe.

El tercer mito gravemente dañado es “Chile, potencia en las comunicaciones y la información”. Las páginas económicas de los grandes periódicos, los diarios financieros, los suplementos de tecnología, la agresiva publicidad de las empresas de telefonía, la discusión sobre la televisión digital, el mercado de televisores de alta definición, el crecimiento explosivo de la telefonía celular, el fácil acceso a herramientas de comunicación y la internet banda ancha construyeron el mito de que Chile era una potencia de las comunicaciones. Bastaron tres minutos de movimiento telúrico para fragilizar estructuralmente el mito. Quedamos incomunicados. Y por varios días. En el Chile de 2010 transcurrieron interminables horas sin saber qué ocurría en las zonas del epicentro telúrico. Y el consejo más inteligente de las empresas telefónicas fue: “No usen el teléfono…”.

Eso en el plano de las tecnologías de comunicación. En el plano de la información, la desinformación de los medios de prensa nos pintó un país que no era. “Pichilemu ha quedado destruido por el tsunami y la Armada evalúa evacuar la ciudad”, escuché en una de las principales radios del país. Ese día 27 de febrero estuve en Pichilemu y no estaba destruido. “Concepción está en el suelo”, escuché en otra radio. El 6 de marzo estuve en Concepción y no estaba en el suelo. Y demoré cuatro horas con 40 minutos entre Buin y la entrada a Concepción, y no las 9 ó 12 horas que se anunciaban. “Cobquecura habría desaparecido”, anunció otra radio y no era cierto. Y a medida que los días pasaban la cifra de muertos disminuía. Por supuesto que hubo gran destrucción, y lugares como Talcahuano, Iloca y Constitución aprietan el corazón de cualquiera. Pero la exageración apocalíptica de los medios y la incomunicación de la telefonía nos angustiaron erradamente.

El cuarto mito que habrá que inspeccionar es “Chile, país donde las instituciones funcionan”. El SHOA no realizó su tarea y la coordinación con la Onemi fue defectuosa. La Presidenta no tuvo un helicóptero para salir de inmediato a recorrer la zona más afectada. Más de tres días tardó la declaración del toque de queda para enviar a los militares a dar seguridad a la población penquista. La fuerza de elite de Bomberos que llegó a Concepción con varias toneladas de equipos para las labores de rescate no tenía cómo trasladarse desde el aeropuerto de Carriel Sur al centro de la ciudad. Los protocolos para hacer frente a los tsunamis no funcionaron. El Ministerio de Relaciones Exteriores tuvo que detener urgente la ayuda internacional mientras se decidía qué tipo de ayuda se requería (¿realmente había que evaluar si se necesitaban o no hospitales de campaña?). Las voces pidiendo auxilio que emanaban de algunos edificios en ruinas se fueron silenciando mientras esperaban la ayuda que no llegó. Y de no ser por organizaciones caritativas como las al inicio mencionadas, muchos damnificados estarían en la calle o fallecidos, ya que el Ejecutivo y el Legislativo aún discuten cómo financiar la reconstrucción, a un mes del terremoto.

Desalojemos estos mitos mal fundados para no sucumbir aplastados por ellos y construyamos una sociedad solidaria de verdad, exijamos al Estado que norme debidamente las comunicaciones y la información, tomemos conciencia del territorio que habitamos desde la educación y la política, y repensemos nuestra institucionalidad. Nunca es tarde, las futuras generaciones nos lo agradecerán.

Publicado en La Nación el 31.03.10

lunes, 26 de abril de 2010

Adiós a los sueños

Pareciera ser que el peso de la realidad se ha vuelto incontrarrestable. La realidad no como algo buscado, construido en forma intencional, sino como accidente. Como resultado casual de la acción de todos nosotros.
Cuando se revisa la política chilena desde comienzos del siglo XX se puede constatar que antes ésta se esforzaba por ofrecer visiones de futuro. Por decir, programáticamente, como debía o podría ser la sociedad. Sin condiciones. Proponía un horizonte posible de construir.
Esas visiones y las maneras de llegar a ellas eran, entre los distintos partidos, diversas. Y eso era lo que hacía la diferencia entre ser de izquierda o de derecha.
Era la época de las grandes ideologías. O dicho de otra forma, cuando tener ideologías no era considerado como algo perverso (como si fuera posible pensar el futuro de una sociedad desde la ausencia de ideología).
Éste era un tiempo lleno de sueños, de esperanzas en medio de una realidad mucho más precaria que la actual. Y era lo que proveía la razón para sacrificarse hoy en función de vivir mejor mañana.
Tal vez el período que más claramente encarna esto es el que se inició en la segunda mitad de la década del sesenta. Pero la bota y la espada destruyeron los sueños. E instalaron el más rudo de los pragmatismos. La realidad dejó de ser algo sobre lo cual soñar, para convertirse en la única condición de posibilidad de la existencia. Ésta, entonces, en su brutalidad y aridez, comenzó a fijar los límites a los sueños.
Así nos transformamos en administradores de indicadores económicos, construidos por anónimos personajes de bancos y otras organizaciones financieras.
Los partidos se convirtieron en temerosos apóstoles de la nueva verdad, limitada por índices de inflación, de endeudamiento fiscal, de crecimiento económico, de inversión pública y otros tantos engendros que encarcelaron el pensamiento.
La política pasó de ser una propuesta de futuro, dispuesta a luchar por encauzar la realidad, a ser un triste administrador de posibilidades dadas de antemano.
Tal vez a la derecha se le pueda disculpar y hasta cierto punto agradecer por insistir en que los sueños no pueden desprenderse completamente de la realidad. Pero a la izquierda no.
A diferencia de la derecha, que es la que profita de lo existente, la izquierda tiene la obligación de ofrecer visiones alternativas, que tiendan a una mayor justicia social. Los ciudadanos esperamos más que un pragmatismo banal originado en el recetario de fórmulas económicas. En otras palabras, no tiene sentido que la izquierda exista si su ideario va a ser una prédica de la resignación.
Un botón de muestra: cuando (como todos los años) las ISAPRES decidieron aumentar el costo de los planes de salud, políticos de izquierda respondieron llamando a la población a cambiarse a aquellas que mantuvieran los precios más bajos.
¿Acaso no sería mejor proponerse terminar con el negocio de la salud, que lucra a costa de la enfermedad ajena? O ¿es demasiado pedir, incluso para la izquierda?
¿Hay que sorprenderse, entonces, porque la política haya dejado de ser atractiva, si sólo ofrece alternativas dentro de lo que ya conocemos de sobra?

viernes, 23 de abril de 2010

Los tsunamis no matan

Por Rodrigo Vidal Rojas

Los tsunamis no matan. Lo que daña es nuestra falta de cultura sísmica, que se expresa de diversas formas: balnearios construidos a nivel de mar; asentamientos costeros sin sistema de alarma de tsunamis; puertos carentes de las debidas instalaciones rompeolas; edificios construidos sobre terrenos inestables; estructuras diseñadas para sismos de mediana intensidad; cableado aéreo por doquier; pasarelas en hormigón prefabricado, sin las suficientes holguras para desplazarse; uso y abuso del vidrio; edificaciones sin los debidos amarres estructurales; proliferación de cielos americanos, creados en lugares donde no se registran sismos; libreros, estanterías, guardavajillas, esculturas altas, sin los anclajes necesarios para evitar su caída; ausencia de los sismos en los programas de estudio en nuestros colegios y escuelas; inexistencia de cartillas, recomendaciones, guías o sugerencias para la población ante estos eventos; inexistencia de protocolos claros y transparentes para el accionar de las autoridades; etcétera...

Y vivimos en un país construido sobre una línea de subducción entre la placa de Nazca y la placa Sudamericana, que recorre longitudinalmente gran parte de su territorio y que se manifiesta mediante diversas fallas geológicas. Y con una historia tristemente enarbolada de terremotos y maremotos altamente destructivos, que sólo durante el último siglo se manifestó con epicentros en 1906 en Valparaíso, en 1922 en Vallenar, en 1939 en Chillán, en 1943 en Ovalle, en 1971 en Illapel, en 1985 en Melipilla, en 2005 en Iquique, en 2007 en Quillagua, en 2010 en Cobquecura; y el triste récord mundial de 1960 en Valdivia. Y cuya cordillera alberga un importante número de volcanes que causan un permanente riesgo de sismos (además de las otras consecuencias propias de las erupciones). Y con un litoral de más de 4 mil 200 kilómetros de costa, de mar, de olas.

Pero vivimos, organizamos nuestro territorio, asentamos nuestras ciudades, nuestra actividad económica, orientamos nuestra vida, construimos nuestros programas educativos, creamos nuestras instituciones, como si no existieran las fallas geológicas, como si no tuviésemos mar, como si no existieran los volcanes, como si no tuviésemos una historia telúrica letal. Y el 8 de marzo, diez días después del último terremoto, se nos informa que una importante cantidad de habitantes de caletas azotadas por el (o los) tsunamis se quieren reinstalar en los mismos sitios donde estaban sus desaparecidas moradas.

Esta falta de cultura sísmica queda tristemente revelada desde el 27 de febrero: destrucción en Constitución, Iloca, Pelluhue, Talcahuano y otras ciudades costeras; una niñita salvando a la población en Juan Fernández, movida por su instinto, porque el sistema de alarma no funcionó; edificio Alto Río en el suelo en Concepción; decenas de construcciones y pasarelas colapsadas; destrucción del patrimonio arquitectónico en adobe; desconocimiento generalizado respecto de qué hacer frente al terremoto y sus réplicas; descoordinaciones entre el SHOA y la Onemi; demora en la toma de decisiones; entre muchos otros aspectos. Resultados graves que, coincidamos, pudieron ser peores. En otros países menos sísmicos que Chile, un terremoto de esta magnitud hubiese sido, probablemente, mucho más dañino.

El problema es que somos un país de memoria corta, que no aprende de su experiencia, que no ha sido capaz de integrar en toda su dimensión esta realidad sísmica permanente y que retoma su vida normal post terremoto como si nunca más fuera a experimentar un nuevo evento telúrico grave. No hemos aprendido ni de nuestro territorio ni de nuestra historia, y nuestro modo de vida, nuestras costumbres y comportamiento, las modalidades de nuestro desarrollo científico, económico y tecnológico, se han construido ajenas al carácter sísmico de nuestro país. No tenemos en nuestro ADN la sismicidad del territorio como una condicionante de vida.

Cuando, en 1998, como director del equipo consultor de la Escuela de Arquitectura de la USACh, realicé el estudio del Plan Regulador Intercomunal del Borde Costero de la Sexta Región, en una zona litoral que incluye desde La Boca hasta Boyeruca, pasando por Navidad, Matanzas, Topocalma, Pichilemu, Cahuil y Bucalemu, propuse la creación de una cota de seguridad ante eventos marinos situada a 20 metros sobre el nivel del mar. Propuse la libertad de construcción residencial, en las áreas planificadas, sobre esa cota y bajo la cual se construyeran sólo instalaciones ligadas a la actividad marina, diseñadas y calculadas en función de los posibles tsunamis. Algunos conspicuos colegas profesionales dijeron que esa cota era una exageración, una suerte de terrorismo territorial…

Este nuevo evento telúrico nos da una nueva oportunidad. Tenemos la posibilidad no de reconstruir nuestro país, como afirman las autoridades de gobierno, sino de recomenzar, fundar de nuevo, reconquistar nuestro territorio y maritorio, domesticar nuestra cultura y respetar los tiempos, los ritmos, los lugares y las formas en que se manifiesta la naturaleza. El río siempre buscará su lecho original; la lava buscará siempre las mismas quebradas y pendientes; por efecto de gravedad, las subidas de mareas buscarán siempre los planos horizontales aledaños; las lluvias intensas siempre inundarán los sectores bajos, causarán aluviones en áreas conocidas y ablandarán los terrenos no rocosos; cada cierto tiempo tendremos terremotos de mediana a alta intensidad. Rediseñemos nuestro territorio en función de esta realidad, muy presente pero que no queremos reconocer.

Reinventar, educar, diseñar, construir. Son las cuatro tareas de todos, donde el Estado y sus ministerios de Planificación, Educación, Vivienda y Urbanismo y de Obras Públicas deben asumir un rol protagónico. Pero no reconstruyendo, sino repensando nuestro territorio a partir de una cultura que incluya nuestra realidad telúrica. Para que nunca más los tsunamis vuelvan a bañar de luto nuestro hermoso litoral por culpa de nosotros mismos.

Publicado en La Nación el 17.03.10

lunes, 19 de abril de 2010

El gobierno de excelencia

Durante la campaña presidencial, el entonces candidato Piñera y sus partidarios prometieron desarrollar un gobierno de excelencia, que se diferenciaría claramente de la ineficiente, mediocre y corrupta administración concertacionista. Además, señalaban, su gobierno no estaría cruzado por cuoteos políticos, sino que evitaría todos los males que habían caracterizado a sus antecesores.
Este fue sin duda un argumento que dio mucha fuerza a su campaña e hizo sentido en gran parte de la población, que veía con sospecha a todos quienes ocupaban cargos públicos.
Ya ha pasado más de un mes desde que Piñera asumiera la presidencia, en una deslucida ceremonia, en la que todos estaban más preocupados de los temblores y de arrancar a tiempo que de la entrega de la banda presidencial.
Pero el gobierno de excelencia se pisó la cola, precisamente donde había prometido no hacerlo: en los nombramientos.
El 17 de marzo, el ministro Hinzpeter dio a conocer la lista de 53 gobernadores. Los adjetivos para justificarlos fueron los habituales, "acuciosidad", "excelencia", "trayectoria". Un par de días después la oposición respondió cobrando la promesa: 5 de los designados mantenían importantes deudas, estaban en DICOM e incluso tenían juicios pendientes por cheques protestados. El caso emblemático fue el gobernador de Bío Bío: Miguel Stegmeier, acusado de lavado de dinero y vínculos con Colonia Dignidad. El ministro debió tragarse sus palabras y destituir al flamante nuevo gobernador. Pero también el gobernador de los Andes, Ángelo Barbiere, fue destituido a los pocos días por no solucionar sus problemas legales, que implicaban 147 cheques protestados.
Otro récord de eficiencia lo batieron con el nombramiento del director de Servicio Nacional del Consumidor (SERNAC), el abogado Karlfranz Koehler, quien "rebotó" de inmediato en la Contraloría por no contar con los 5 años de experiencia que exige la ley.
Mucho más preocupante fue el nombramiento del director de Gendarmería, el general (r) Iván Andrusco, quien había sido miembro de la Dirección de Comunicaciones de Carabineros (su aparato de inteligencia), involucrada en el tristemente conocido caso degollados de 1985. Este nombramiento cuestionaba, además, otra de las promesas de Piñera: su respeto irrestricto por los derechos humanos. También Andrusco debió dejar su puesto ante las presiones de la oposición y organizaciones civiles.
A todo esto hay que agregar la gran cantidad de cargos que aún no logran llenar y que son ocupados por funcionarios (ineficientes, mediocres y corruptos) de la Concertación. Algunos porque no tienen otras opciones laborales, otros por cierto compromiso social y el riesgo de ser acusados de poco comprometidos con un país que vive las secuelas de un terremoto.
De todo esto se deriva una sospecha preocupante: que la derecha, en veinte años de oposición no preparó cuadros para asumir tareas intermedias en el Estado. Y esto no sólo tiene que ver, como muchos piensan, con que la gente de derecha tiene rentas que no se equiparan con las ofertas públicas. Sino con un hecho mucho más de fondo: a diferencia de la Concertación, la derecha no logró formar un grupo de políticos profesionales que vaya más allá de los líderes superiores de los partidos. O si los formó, el Presidente pareciera no confiar en ellos.