*Por Javier Pinedo
Los recientes acontecimientos en torno a algunos miembros de la Iglesia católica chilena, han sido vistos como una situación que afecta a un número de sacerdotes marcados por sus desviaciones sexuales. Sin embargo, el tema es mucho más amplio y complejo, si pensamos que esta situación afecta a miembros nombrados por Juan Pablo II, en lo que podríamos denominar como la Iglesia post Cardenal Silva Henríquez, vista y criticada como una Iglesia demasiado cercano al mundo social real, a los ofendidos y maltratados por la dictadura militar.
Todos recuerdan el dedo castigador con que Juan Pablo II reprende a Ernesto Cardenal por aceptar ser ministro de Cultura del gobierno sandinista en Nicaragua, o al propio Obispo de Talca, Carlos González, a quien humilla saludándolo con una indiferencia muy distinta de las sonrisas que le dedica a Pinochet.
Juan Pablo II se encargó de cambiar la Iglesia chilena y promover una nueva generación de hombres marcados más por la fe, que por el servicio comunitario; más por el aislamiento conventual que por la prédica en el mundo, más por la oración que por la acción. Una Iglesia que acepta con aplausos al cardenal Jorge Medina, a pesar de sus permanentes insensateces como las de enviar revistas pornográficas al Presidente Frei Ruiz Tagle para comunicarles la inmoralidad de su gobierno; o decir que el Papa Juan Pablo II no quiso recibir al Presidente Ricardo Lagos por las diferencias en temas valóricos, a lo que José Miguel Insulza (entonces ministro del Interior), declaró “que este caballero no pierde oportunidad de decir alguna lesera”. O peor, cuando el mismo Medina señaló, en Agosto de 2002, que José Miguel Insulza, "es un experto en materia de diablos", a lo que Insulza replicó que “con el diablo no me meto”, aludiendo al cardenal Medina.
Esta es la Iglesia post Concilio Vaticano II, que intentó anular las enseñanzas de Manuel Larraín, Silva Henríquez, Jorge Hourton, Carlos González y tantos otros que fueron oscurecidos por sus preocupaciones sociales, para dar paso a los puros, incontaminados y alejados de la sucia realidad del mundo.
Lo más grave, sin embargo, es que este mismo sector, de no haber sido por las valientes denuncias de Hamilton y los demás acusadores de Karadima, habrían heredado la cúpula eclesiástica para los próximos 20 o más años, estableciendo lo que es o no correcto en términos valóricos, políticos y culturales, y no sólo puertas adentro sino también para la sociedad no católica.
Efectivamente, si no hubiera sido por las denuncias y por la valentía del Cardenal Ricardo Ezzatti, muchos de los que hoy aparecen cuestionados como hechores o cínicos encubridores, habrían tenido el camino libre para instalarse en el gobierno eclesiástico de Santiago constituyendo una asociación auto protegida, imposible de denunciar.
El tema de saber quién es quién, en esta iglesia post Raúl Silva Henríquez, parece estar recién comenzando.
1 comentario:
Justamente como dice el artículo, el asunto está recién comenzando, entonces no me parece que sea como para ponrle muchas fichas a Ezzatti. Por largo tiempo pensé que una prueba de mi fe cristiana era la deseperanza en las institucionalidades religiosas, pero eso ha comenzado a ponerse en crisis también hoy. Como le crítica el muy radicalizado castoriadis a los anarquistas: no podemos pasarnos por alto los procesos instituyntes, son parte aun del lado más asombrosamente liberador de la imaginación humana. Como la fe no tiene que ver con la esperanza sino con la acción, creo que l@s que la tenemos empezamos a sentir el desafío de desplegar su fuerza instituyente, y eso implica no conformarse tampoco con los coletazos eclesiales del vaticano II y las confrencias de Puebla y Medellín. Hay que imaginar una fe que instituya lugares muy distintos a los del juego sacrificio-redención.
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