Los tsunamis no matan. Lo que daña es nuestra falta de cultura sísmica, que se expresa de diversas formas: balnearios construidos a nivel de mar; asentamientos costeros sin sistema de alarma de tsunamis; puertos carentes de las debidas instalaciones rompeolas; edificios construidos sobre terrenos inestables; estructuras diseñadas para sismos de mediana intensidad; cableado aéreo por doquier; pasarelas en hormigón prefabricado, sin las suficientes holguras para desplazarse; uso y abuso del vidrio; edificaciones sin los debidos amarres estructurales; proliferación de cielos americanos, creados en lugares donde no se registran sismos; libreros, estanterías, guardavajillas, esculturas altas, sin los anclajes necesarios para evitar su caída; ausencia de los sismos en los programas de estudio en nuestros colegios y escuelas; inexistencia de cartillas, recomendaciones, guías o sugerencias para la población ante estos eventos; inexistencia de protocolos claros y transparentes para el accionar de las autoridades; etcétera...
Y vivimos en un país construido sobre una línea de subducción entre la placa de Nazca y la placa Sudamericana, que recorre longitudinalmente gran parte de su territorio y que se manifiesta mediante diversas fallas geológicas. Y con una historia tristemente enarbolada de terremotos y maremotos altamente destructivos, que sólo durante el último siglo se manifestó con epicentros en 1906 en Valparaíso, en 1922 en Vallenar, en 1939 en Chillán, en 1943 en Ovalle, en 1971 en Illapel, en 1985 en Melipilla, en 2005 en Iquique, en 2007 en Quillagua, en 2010 en Cobquecura; y el triste récord mundial de 1960 en Valdivia. Y cuya cordillera alberga un importante número de volcanes que causan un permanente riesgo de sismos (además de las otras consecuencias propias de las erupciones). Y con un litoral de más de 4 mil 200 kilómetros de costa, de mar, de olas.
Pero vivimos, organizamos nuestro territorio, asentamos nuestras ciudades, nuestra actividad económica, orientamos nuestra vida, construimos nuestros programas educativos, creamos nuestras instituciones, como si no existieran las fallas geológicas, como si no tuviésemos mar, como si no existieran los volcanes, como si no tuviésemos una historia telúrica letal. Y el 8 de marzo, diez días después del último terremoto, se nos informa que una importante cantidad de habitantes de caletas azotadas por el (o los) tsunamis se quieren reinstalar en los mismos sitios donde estaban sus desaparecidas moradas.
Esta falta de cultura sísmica queda tristemente revelada desde el 27 de febrero: destrucción en Constitución, Iloca, Pelluhue, Talcahuano y otras ciudades costeras; una niñita salvando a la población en Juan Fernández, movida por su instinto, porque el sistema de alarma no funcionó; edificio Alto Río en el suelo en Concepción; decenas de construcciones y pasarelas colapsadas; destrucción del patrimonio arquitectónico en adobe; desconocimiento generalizado respecto de qué hacer frente al terremoto y sus réplicas; descoordinaciones entre el SHOA y la Onemi; demora en la toma de decisiones; entre muchos otros aspectos. Resultados graves que, coincidamos, pudieron ser peores. En otros países menos sísmicos que Chile, un terremoto de esta magnitud hubiese sido, probablemente, mucho más dañino.
El problema es que somos un país de memoria corta, que no aprende de su experiencia, que no ha sido capaz de integrar en toda su dimensión esta realidad sísmica permanente y que retoma su vida normal post terremoto como si nunca más fuera a experimentar un nuevo evento telúrico grave. No hemos aprendido ni de nuestro territorio ni de nuestra historia, y nuestro modo de vida, nuestras costumbres y comportamiento, las modalidades de nuestro desarrollo científico, económico y tecnológico, se han construido ajenas al carácter sísmico de nuestro país. No tenemos en nuestro ADN la sismicidad del territorio como una condicionante de vida.
Cuando, en 1998, como director del equipo consultor de la Escuela de Arquitectura de la USACh, realicé el estudio del Plan Regulador Intercomunal del Borde Costero de la Sexta Región, en una zona litoral que incluye desde La Boca hasta Boyeruca, pasando por Navidad, Matanzas, Topocalma, Pichilemu, Cahuil y Bucalemu, propuse la creación de una cota de seguridad ante eventos marinos situada a 20 metros sobre el nivel del mar. Propuse la libertad de construcción residencial, en las áreas planificadas, sobre esa cota y bajo la cual se construyeran sólo instalaciones ligadas a la actividad marina, diseñadas y calculadas en función de los posibles tsunamis. Algunos conspicuos colegas profesionales dijeron que esa cota era una exageración, una suerte de terrorismo territorial…
Este nuevo evento telúrico nos da una nueva oportunidad. Tenemos la posibilidad no de reconstruir nuestro país, como afirman las autoridades de gobierno, sino de recomenzar, fundar de nuevo, reconquistar nuestro territorio y maritorio, domesticar nuestra cultura y respetar los tiempos, los ritmos, los lugares y las formas en que se manifiesta la naturaleza. El río siempre buscará su lecho original; la lava buscará siempre las mismas quebradas y pendientes; por efecto de gravedad, las subidas de mareas buscarán siempre los planos horizontales aledaños; las lluvias intensas siempre inundarán los sectores bajos, causarán aluviones en áreas conocidas y ablandarán los terrenos no rocosos; cada cierto tiempo tendremos terremotos de mediana a alta intensidad. Rediseñemos nuestro territorio en función de esta realidad, muy presente pero que no queremos reconocer.
Reinventar, educar, diseñar, construir. Son las cuatro tareas de todos, donde el Estado y sus ministerios de Planificación, Educación, Vivienda y Urbanismo y de Obras Públicas deben asumir un rol protagónico. Pero no reconstruyendo, sino repensando nuestro territorio a partir de una cultura que incluya nuestra realidad telúrica. Para que nunca más los tsunamis vuelvan a bañar de luto nuestro hermoso litoral por culpa de nosotros mismos.
2 comentarios:
Quizas la poca capacidad para aprender del pasado, de una historia de desastres naturales, nos hace un pueblo sin memoria. Sin embargo, existe también un culpable silencioso, que jamas a tenido memoria, ni cultura, ni patria, ni educación. Me refiero al capital extranjero, que encuentra en este país un paraiso sin ley en donde la obligación de producir más, en menos tiempo y con menos recursos (y por ende, con menos calidad) es pan de cada día. Las autoridades del edificio Alto Río están constituidas por inversionistas extranjeros que no respetan la ley, que construyen edificio extremando recursos y que, como era de esperar, formaron una sociedad ficticia para traspasar los bienes de la empresa responsable: eso es como cambiarle el nombre a un asesino y argumentar que el que cometió el delito no fue Juan, porque ahora se llama Pedro.
Quizas la gente no puede aprender de los errores de la historia porque está muy ocupada trabajando...
Mauricio Casanova
Quizas la poca capacidad para aprender del pasado, de una historia de desastres naturales, nos hace un pueblo sin memoria. Sin embargo, existe también un culpable silencioso, que jamas a tenido memoria, ni cultura, ni patria, ni educación. Me refiero al capital extranjero, que encuentra en este país un paraiso sin ley en donde la obligación de producir más, en menos tiempo y con menos recursos (y por ende, con menos calidad) es pan de cada día. Las autoridades del edificio Alto Río están constituidas por inversionistas extranjeros que no respetan la ley, que construyen edificio extremando recursos y que, como era de esperar, formaron una sociedad ficticia para traspasar los bienes de la empresa responsable: eso es como cambiarle el nombre a un asesino y argumentar que el que cometió el delito no fue Juan, porque ahora se llama Pedro.
Quizas la gente no puede aprender de los errores de la historia porque está muy ocupada trabajando...
Mauricio Casanova
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