Por Rodrigo Vidal Rojas
Los fuertes daños producidos por el terremoto no sólo son de carácter humano y material. En mi calidad de no experto, considero que la catástrofe del 27 de febrero ha puesto en crisis al menos cuatro aparentes verdades asumidas y ha develado que probablemente se trate de cuatro mitos sin fundaciones sólidas.
El primer mito fragilizado es “Chile, país solidario”. Por cierto, como en cualquier país, en Chile existen instituciones y personas que despliegan una gran solidaridad en momentos como éste. Ahí están la Fundación Teletón, Caritas Chile, Hogar de Cristo, Un Techo para Chile, universidades, colegios, algunas empresas, para demostrarlo. Allí están también miles de jóvenes, hombres y mujeres, contribuyendo con quienes más lo necesitan. Pero estas instituciones y personas, que merecen toda nuestra admiración y respeto, son la parte que queda en pie del mito. En el suelo de este edificio de la solidaridad chilena están los saqueos de un lumpen de diverso pelaje; el egoísmo de los supermercados que prefirieron botar a la basura miles de productos en lugar de donarlos; un sistema de entrega de ayuda que discrimina en Concepción con Nescafé para los más acomodados, bolsitas para los pobres y nada para el resto; la indolencia de aquellas instituciones que funcionan como si nada hubiese ocurrido, so pretexto de normalizar para evitar el estrés postraumático; los millones de chilenos que no sufrieron daño material ni humano y se han conformado con “sufrir” mirando las imágenes en televisión, sin haber hecho ningún gesto de ayuda. Quizás sea usted uno de aquellos que, tal vez, al escuchar la insistencia de Don Francisco extrajo del monedero un billete para depositarlo en el banco, símbolo de su único aporte a las víctimas.
Parte importante de la sociedad chilena es solidaria cuando hay una cámara de televisión y un micrófono cerca. Si no me cree, pregúnteles a todos esos niños y niñas de entre seis y diez años que están sufriendo, que tienen hambre, que no han sido visitados por el Presidente ni por los canales de televisión, que están tristes y con miedo por el solo hecho de no haber tenido la suerte de pedir una “zafrada” para cubrirse. Y el pequeño “zafrada”, inteligente e inocente, enternece a un país entero sin saber que está siendo usado por los figurines de siempre.
El segundo mito colapsado es “Chile, país de cultura sísmica”. Vivimos en un país construido sobre una línea de subducción entre la placa de Nazca y la placa Sudamericana, que recorre longitudinalmente gran parte de su territorio y que se manifiesta mediante diversas fallas geológicas. Y con una historia tristemente enarbolada de terremotos y maremotos altamente destructivos. Y cuya cordillera alberga un importante número de volcanes que causan un permanente riesgo de sismos (además de las otras consecuencias propias de las erupciones). Y con un litoral de más de 4 mil 200 kilómetros de costa, de mar, de olas. Pero vivimos, organizamos nuestro territorio, asentamos nuestras ciudades, nuestra actividad económica, nuestra vida, construimos nuestros programas educativos, creamos nuestras instituciones como si no existieran las fallas geológicas, como si no tuviésemos mar, como si no existieran los volcanes, como si no tuviésemos una historia telúrica letal. Y el 8 de marzo, diez días después del último terremoto, se nos informa que una importante cantidad de habitantes de caletas azotadas por el (o los) tsunami se quieren reinstalar en los mismos sitios de sus desaparecidas moradas. El mito de la cultura sísmica se transforma en escombros a la misma velocidad que nuestra memoria expulsa el recuerdo de cada catástrofe.
El tercer mito gravemente dañado es “Chile, potencia en las comunicaciones y la información”. Las páginas económicas de los grandes periódicos, los diarios financieros, los suplementos de tecnología, la agresiva publicidad de las empresas de telefonía, la discusión sobre la televisión digital, el mercado de televisores de alta definición, el crecimiento explosivo de la telefonía celular, el fácil acceso a herramientas de comunicación y la internet banda ancha construyeron el mito de que Chile era una potencia de las comunicaciones. Bastaron tres minutos de movimiento telúrico para fragilizar estructuralmente el mito. Quedamos incomunicados. Y por varios días. En el Chile de 2010 transcurrieron interminables horas sin saber qué ocurría en las zonas del epicentro telúrico. Y el consejo más inteligente de las empresas telefónicas fue: “No usen el teléfono…”.
Eso en el plano de las tecnologías de comunicación. En el plano de la información, la desinformación de los medios de prensa nos pintó un país que no era. “Pichilemu ha quedado destruido por el tsunami y la Armada evalúa evacuar la ciudad”, escuché en una de las principales radios del país. Ese día 27 de febrero estuve en Pichilemu y no estaba destruido. “Concepción está en el suelo”, escuché en otra radio. El 6 de marzo estuve en Concepción y no estaba en el suelo. Y demoré cuatro horas con 40 minutos entre Buin y la entrada a Concepción, y no las 9 ó 12 horas que se anunciaban. “Cobquecura habría desaparecido”, anunció otra radio y no era cierto. Y a medida que los días pasaban la cifra de muertos disminuía. Por supuesto que hubo gran destrucción, y lugares como Talcahuano, Iloca y Constitución aprietan el corazón de cualquiera. Pero la exageración apocalíptica de los medios y la incomunicación de la telefonía nos angustiaron erradamente.
El cuarto mito que habrá que inspeccionar es “Chile, país donde las instituciones funcionan”. El SHOA no realizó su tarea y la coordinación con la Onemi fue defectuosa. La Presidenta no tuvo un helicóptero para salir de inmediato a recorrer la zona más afectada. Más de tres días tardó la declaración del toque de queda para enviar a los militares a dar seguridad a la población penquista. La fuerza de elite de Bomberos que llegó a Concepción con varias toneladas de equipos para las labores de rescate no tenía cómo trasladarse desde el aeropuerto de Carriel Sur al centro de la ciudad. Los protocolos para hacer frente a los tsunamis no funcionaron. El Ministerio de Relaciones Exteriores tuvo que detener urgente la ayuda internacional mientras se decidía qué tipo de ayuda se requería (¿realmente había que evaluar si se necesitaban o no hospitales de campaña?). Las voces pidiendo auxilio que emanaban de algunos edificios en ruinas se fueron silenciando mientras esperaban la ayuda que no llegó. Y de no ser por organizaciones caritativas como las al inicio mencionadas, muchos damnificados estarían en la calle o fallecidos, ya que el Ejecutivo y el Legislativo aún discuten cómo financiar la reconstrucción, a un mes del terremoto.
Desalojemos estos mitos mal fundados para no sucumbir aplastados por ellos y construyamos una sociedad solidaria de verdad, exijamos al Estado que norme debidamente las comunicaciones y la información, tomemos conciencia del territorio que habitamos desde la educación y la política, y repensemos nuestra institucionalidad. Nunca es tarde, las futuras generaciones nos lo agradecerán.
Publicado en La Nación el 31.03.10
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