Pareciera ser que el peso de la realidad se ha vuelto incontrarrestable. La realidad no como algo buscado, construido en forma intencional, sino como accidente. Como resultado casual de la acción de todos nosotros.
Cuando se revisa la política chilena desde comienzos del siglo XX se puede constatar que antes ésta se esforzaba por ofrecer visiones de futuro. Por decir, programáticamente, como debía o podría ser la sociedad. Sin condiciones. Proponía un horizonte posible de construir.
Esas visiones y las maneras de llegar a ellas eran, entre los distintos partidos, diversas. Y eso era lo que hacía la diferencia entre ser de izquierda o de derecha.
Era la época de las grandes ideologías. O dicho de otra forma, cuando tener ideologías no era considerado como algo perverso (como si fuera posible pensar el futuro de una sociedad desde la ausencia de ideología).
Éste era un tiempo lleno de sueños, de esperanzas en medio de una realidad mucho más precaria que la actual. Y era lo que proveía la razón para sacrificarse hoy en función de vivir mejor mañana.
Tal vez el período que más claramente encarna esto es el que se inició en la segunda mitad de la década del sesenta. Pero la bota y la espada destruyeron los sueños. E instalaron el más rudo de los pragmatismos. La realidad dejó de ser algo sobre lo cual soñar, para convertirse en la única condición de posibilidad de la existencia. Ésta, entonces, en su brutalidad y aridez, comenzó a fijar los límites a los sueños.
Así nos transformamos en administradores de indicadores económicos, construidos por anónimos personajes de bancos y otras organizaciones financieras.
Los partidos se convirtieron en temerosos apóstoles de la nueva verdad, limitada por índices de inflación, de endeudamiento fiscal, de crecimiento económico, de inversión pública y otros tantos engendros que encarcelaron el pensamiento.
La política pasó de ser una propuesta de futuro, dispuesta a luchar por encauzar la realidad, a ser un triste administrador de posibilidades dadas de antemano.
Tal vez a la derecha se le pueda disculpar y hasta cierto punto agradecer por insistir en que los sueños no pueden desprenderse completamente de la realidad. Pero a la izquierda no.
A diferencia de la derecha, que es la que profita de lo existente, la izquierda tiene la obligación de ofrecer visiones alternativas, que tiendan a una mayor justicia social. Los ciudadanos esperamos más que un pragmatismo banal originado en el recetario de fórmulas económicas. En otras palabras, no tiene sentido que la izquierda exista si su ideario va a ser una prédica de la resignación.
Un botón de muestra: cuando (como todos los años) las ISAPRES decidieron aumentar el costo de los planes de salud, políticos de izquierda respondieron llamando a la población a cambiarse a aquellas que mantuvieran los precios más bajos.
¿Acaso no sería mejor proponerse terminar con el negocio de la salud, que lucra a costa de la enfermedad ajena? O ¿es demasiado pedir, incluso para la izquierda?
¿Hay que sorprenderse, entonces, porque la política haya dejado de ser atractiva, si sólo ofrece alternativas dentro de lo que ya conocemos de sobra?
Cuando se revisa la política chilena desde comienzos del siglo XX se puede constatar que antes ésta se esforzaba por ofrecer visiones de futuro. Por decir, programáticamente, como debía o podría ser la sociedad. Sin condiciones. Proponía un horizonte posible de construir.
Esas visiones y las maneras de llegar a ellas eran, entre los distintos partidos, diversas. Y eso era lo que hacía la diferencia entre ser de izquierda o de derecha.
Era la época de las grandes ideologías. O dicho de otra forma, cuando tener ideologías no era considerado como algo perverso (como si fuera posible pensar el futuro de una sociedad desde la ausencia de ideología).
Éste era un tiempo lleno de sueños, de esperanzas en medio de una realidad mucho más precaria que la actual. Y era lo que proveía la razón para sacrificarse hoy en función de vivir mejor mañana.
Tal vez el período que más claramente encarna esto es el que se inició en la segunda mitad de la década del sesenta. Pero la bota y la espada destruyeron los sueños. E instalaron el más rudo de los pragmatismos. La realidad dejó de ser algo sobre lo cual soñar, para convertirse en la única condición de posibilidad de la existencia. Ésta, entonces, en su brutalidad y aridez, comenzó a fijar los límites a los sueños.
Así nos transformamos en administradores de indicadores económicos, construidos por anónimos personajes de bancos y otras organizaciones financieras.
Los partidos se convirtieron en temerosos apóstoles de la nueva verdad, limitada por índices de inflación, de endeudamiento fiscal, de crecimiento económico, de inversión pública y otros tantos engendros que encarcelaron el pensamiento.
La política pasó de ser una propuesta de futuro, dispuesta a luchar por encauzar la realidad, a ser un triste administrador de posibilidades dadas de antemano.
Tal vez a la derecha se le pueda disculpar y hasta cierto punto agradecer por insistir en que los sueños no pueden desprenderse completamente de la realidad. Pero a la izquierda no.
A diferencia de la derecha, que es la que profita de lo existente, la izquierda tiene la obligación de ofrecer visiones alternativas, que tiendan a una mayor justicia social. Los ciudadanos esperamos más que un pragmatismo banal originado en el recetario de fórmulas económicas. En otras palabras, no tiene sentido que la izquierda exista si su ideario va a ser una prédica de la resignación.
Un botón de muestra: cuando (como todos los años) las ISAPRES decidieron aumentar el costo de los planes de salud, políticos de izquierda respondieron llamando a la población a cambiarse a aquellas que mantuvieran los precios más bajos.
¿Acaso no sería mejor proponerse terminar con el negocio de la salud, que lucra a costa de la enfermedad ajena? O ¿es demasiado pedir, incluso para la izquierda?
¿Hay que sorprenderse, entonces, porque la política haya dejado de ser atractiva, si sólo ofrece alternativas dentro de lo que ya conocemos de sobra?
1 comentario:
Hace mucho tiempo que en un país llamado chile la izquierda y la derecha están habitadas por los mismos personajes y las mismas ideas. Una amiga mía decía que la única diferencia entre un gobierno de un lado o de otro, era el grado de salvajismo con el que se seguiría imponiendo el modelo económico.
En un país llamado chile, la clase política constituye una sola gran familia (literalmente), y lxs politicxs sólo discuten frente a las cámaras porque lo cierto es que, mientras veranean juntxs y se casan entre ellxs, se reparten el país como en el monopoly.
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