Me resulta inevitable escribir sobre la presentación, en Providencia, de la 4a edición del libro en honor a Krassnoff. Pero a diferencia de otras veces no voy a reseñar su criminal vida porque creo que no vale la pena. Salvo decir que está preso y condenado por delitos de secuestro, desaparición de personas y, en general, de violación a los derechos humanos (como antes su abuelo y su padre, fusilados por su participación en la persecución de judíos durante la Segunda Guerra Mundial, por traición a la patria y colaboración con el enemigo). Veinte condenas ratificadas por la Corte Suprema, deberían estar en lo correcto.
A partir de lo sucedido se podrían plantear muchas preguntas, pero hay una que me preocupa: ¿en qué clase de país es posible que pase algo como lo sucedido?
Se supone que el nuestro es miembro de la OECD, que se considera a las puertas del desarrollo y se percibe como una especie de jaguar en América Latina.
La respuesta no es simple. Tal vez ayude un poco poner lo sucedido en perspectiva. Cuando uno ha tenido la suerte de viajar por Europa hay algo que llama la atención: en las fachadas de las casas, sobre el pavimento de las veredas, en los parques y en muchas otras partes hay placas, monumentos, museos y otros tantos símbolos que buscan hacer visible el horror del que el ser humano ha sido capaz. La idea es recordarlo de manera sistemática a fin de no olvidar lo precaria que puede ser la convivencia política y el respeto a los valores sobre los que ella se asienta.
Por lo mismo, los campos de concentración nazi fueron transformados en museos y a los horrores cometidos en aquella época se les incorporó en los planes de estudio de enseñanza básica. La premisa es: no puede haber ningún ciudadano que no conozca lo sucedido y no se forme un juicio a partir de los valores socialmente compartidos, relacionados con los derechos humanos.
Esto en Chile no ha sido así, al menos no como una política de nacional. Los historiadores y académicos de todas layas, no hemos estado a la altura de poner en el debate la relevancia de recordar el horror y ponderarlo como se merece. Al contrario, nos dejamos avasallar por el pragmatismo político de los consensos y por el sin sentido común que impuso la derecha, a través de frases vacías pero efectivas como: "hubo caídos de ambos lados", "si los mataron por algo será", y así suma y sigue.
La derecha, como es evidente, logró poner a la misma altura moral la insurrección social de los años 60-70, con los crímenes sistemáticos organizados por el estado chileno cuando estuvo en manos de los militares.
Por eso tal vez no debería extrañarnos tanto lo sucedido. No hemos sido capaces de construir un consenso respecto a la importancia de los derechos humanos ni de lo reprobable que es cualquier acto que atente contra ellos. Al contrario, le hemos sacado el bulto a ese trabajo y lo hemos relegado a un par de políticas estatales, a uno que otro museo sin mayor presencia nacional, a un escaso tratamiento en los currículos escolares y, finalmente, a la admirable e incansable iniciativa de algunas organizaciones de sobrevivientes.
Por lo mismo, vivimos en un país que posee una Armada que no ha hecho un mea culpa por su participación en los sucesos posteriores a 1973. No sólo eso, una Armada que en lugar de transformar a la "dama blanca" (como llaman a su buque insignia Esmeralda) en un museo contra la tortura, la pasea altiva por los puertos del mundo, para orgullo de la mitad de los chilenos. Vivimos en un país que se da el lujo de elegir en una de sus comunas emblemáticas a un ex coronel de ejército y miembro del aparato de inteligencia de la dictadura. Y lo elige 4 veces consecutivas, de las cuales en 3 obtiene más del 60% de los votos (algo parecido ha ocurrido también con algunos parlamentarios). Vivimos en un país en que el Presidente de la República, que se dice representante de una nueva derecha, pone de ministros de varios de los "jóvenes de Chacarillas", que exhiben orgullosos su pasado cómplice. En otras palabras, vivimos en un país donde la condena a la dictadura y sus crímenes no es unánime, sino parcial (probablemente también porque los torturados y desaparecidos no eran más que unos "rotosos" comunistas).
Chile tiene una deuda no sólo con las víctimas del terrorismo de Estado bajo Pinochet, sino con su propia memoria.
Es esta deuda la que explica que en este país, se pueda producir un acto como el de ayer y que no haya una condena general de todo el aparato político y de todos los sectores sociales.
Eso, en parte, explica que vivamos en un país donde se puede realizar impunemente una intolerable ceremonia que festeje el horror.
A partir de lo sucedido se podrían plantear muchas preguntas, pero hay una que me preocupa: ¿en qué clase de país es posible que pase algo como lo sucedido?
Se supone que el nuestro es miembro de la OECD, que se considera a las puertas del desarrollo y se percibe como una especie de jaguar en América Latina.
La respuesta no es simple. Tal vez ayude un poco poner lo sucedido en perspectiva. Cuando uno ha tenido la suerte de viajar por Europa hay algo que llama la atención: en las fachadas de las casas, sobre el pavimento de las veredas, en los parques y en muchas otras partes hay placas, monumentos, museos y otros tantos símbolos que buscan hacer visible el horror del que el ser humano ha sido capaz. La idea es recordarlo de manera sistemática a fin de no olvidar lo precaria que puede ser la convivencia política y el respeto a los valores sobre los que ella se asienta.
Por lo mismo, los campos de concentración nazi fueron transformados en museos y a los horrores cometidos en aquella época se les incorporó en los planes de estudio de enseñanza básica. La premisa es: no puede haber ningún ciudadano que no conozca lo sucedido y no se forme un juicio a partir de los valores socialmente compartidos, relacionados con los derechos humanos.
Esto en Chile no ha sido así, al menos no como una política de nacional. Los historiadores y académicos de todas layas, no hemos estado a la altura de poner en el debate la relevancia de recordar el horror y ponderarlo como se merece. Al contrario, nos dejamos avasallar por el pragmatismo político de los consensos y por el sin sentido común que impuso la derecha, a través de frases vacías pero efectivas como: "hubo caídos de ambos lados", "si los mataron por algo será", y así suma y sigue.
La derecha, como es evidente, logró poner a la misma altura moral la insurrección social de los años 60-70, con los crímenes sistemáticos organizados por el estado chileno cuando estuvo en manos de los militares.
Por eso tal vez no debería extrañarnos tanto lo sucedido. No hemos sido capaces de construir un consenso respecto a la importancia de los derechos humanos ni de lo reprobable que es cualquier acto que atente contra ellos. Al contrario, le hemos sacado el bulto a ese trabajo y lo hemos relegado a un par de políticas estatales, a uno que otro museo sin mayor presencia nacional, a un escaso tratamiento en los currículos escolares y, finalmente, a la admirable e incansable iniciativa de algunas organizaciones de sobrevivientes.
Por lo mismo, vivimos en un país que posee una Armada que no ha hecho un mea culpa por su participación en los sucesos posteriores a 1973. No sólo eso, una Armada que en lugar de transformar a la "dama blanca" (como llaman a su buque insignia Esmeralda) en un museo contra la tortura, la pasea altiva por los puertos del mundo, para orgullo de la mitad de los chilenos. Vivimos en un país que se da el lujo de elegir en una de sus comunas emblemáticas a un ex coronel de ejército y miembro del aparato de inteligencia de la dictadura. Y lo elige 4 veces consecutivas, de las cuales en 3 obtiene más del 60% de los votos (algo parecido ha ocurrido también con algunos parlamentarios). Vivimos en un país en que el Presidente de la República, que se dice representante de una nueva derecha, pone de ministros de varios de los "jóvenes de Chacarillas", que exhiben orgullosos su pasado cómplice. En otras palabras, vivimos en un país donde la condena a la dictadura y sus crímenes no es unánime, sino parcial (probablemente también porque los torturados y desaparecidos no eran más que unos "rotosos" comunistas).
Chile tiene una deuda no sólo con las víctimas del terrorismo de Estado bajo Pinochet, sino con su propia memoria.
Es esta deuda la que explica que en este país, se pueda producir un acto como el de ayer y que no haya una condena general de todo el aparato político y de todos los sectores sociales.
Eso, en parte, explica que vivamos en un país donde se puede realizar impunemente una intolerable ceremonia que festeje el horror.
1 comentario:
Realmente patetico que se hagan celebraciones públicas de estos personajes. Entiendo siempre tendrán sus seguidores, pero que sean pudorosos, al menos, en sus demostraciones. Sin duda, hay muy poco respecto por las vidas mutiladas, y los derechos humanos. Sin embargo, no comparto tu visión de que en Europa sea muy diferente, si bien en Alemanía se logró crear una suerte de sentimiento de culpa bien arraigado y la condena social al racismo es algo instituciobnalizado, sabemos que igualmente son sociedades profundamente racistas, tal como lo es la sociedad judía hoy con el mundo islamico.
Y hoy, en Europa, la misma intolerancia y eurocentrismo se disfrasa tras la intolerancia religiosa hacía el islam, y prosperan los ultras tb en el islam, como si el circulo entre víctimas y víctimarios fuera imparable. Para mi ha sido tan impactante escuchar comentarios tan violentos, contra el islam y sus seguidores, de parte incluso de chilenos, antes de izquierdas que viven en Alemania,Francia y España. que pensaba que si todo ese respeto de los nacionales fuese cierto, serían los primeros en criticar estas conductas y nada.
Puf de verdad que entender el fenómeno del clasismo, racismo e intolerancia religiosa es algo tan difícil Enrique, que todas las conmemoraciones y recordatorios se quedan cortos. Y el sistema económico y competitivo que predomina no premia mucho los valores de respeto, amor a la diversidad y tolerancia. Saludos. Marcela
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