Desde hace varios años escuchamos con creciente frecuencia que el Estado debe disminuirse o incluso desaparecer. Esta antigua fórmula se ha expandido más allá de sus representantes tradicionales anarquistas y liberales. Aparece en boca de muchos con una liviandad alarmante. Como si proponer la desaparición del Estado fuera lo mismo que eliminar un paradero de buses.
Los argumentos para esta propuesta son varios: el excesivo pago de impuestos, la corrupción política, su instrumentalización con fines privados, y así suma y sigue.
Si bien estas afirmaciones pueden tener algo de verdad, las preguntas que habría que plantearse son otras: ¿porqué no intentar mejorar el Estado? o ¿a quién es funcional su desaparición?, más preciso aún: ¿a quién le interesa que pensemos que es innecesario?
La forma que le conocemos al Estado la adopta en la Edad Media, cuando los reyes y príncipes lograron concentrar territorios e imponer en ellos dos monopolios: el fiscal y el de la violencia. Es decir, nadie más que ellos tenían la atribución de cobrar impuestos y utilizar la violencia física (y jurídica). Para eso debieron desproveer a los habitantes de sus territorios de dichas posibilidades. Ambos elementos constituyen los fundamentos del Estado moderno.
Con el transcurrir del tiempo éste pasó a manos de grupos organizados en partidos políticos y fue adquiriendo o perdiendo formas y funciones, dependiendo de la visión ideológica que se tenía de él. Así, por ejemplo, hubo países donde éste encabezó reformas agrarias, expropiando y distribuyendo tierras. En otros se hizo cargo de todos los niveles educativos dándole gratuidad. En algunos países desarrolló grandes complejos industriales para potenciar el desarrollo, en otros, se deshizo de todas o casi todas sus industrias entregándolas a empresarios privados. Así surgieron conceptos como Estado Empresario, Estado Asistencial, Estado Docente, Estado Subsidiario, entre otros.
Si bien a lo largo del tiempo y en distintas regiones el Estado ha adoptado diversas formas y funciones, hubo algunas que se hicieron común a éste. Una de ellas, más reciente, fue el respeto a los derechos humanos. Es decir, más allá de la posibilidad de ejercer violencia, el Estado debe proteger los derechos humanos de sus propios ciudadanos (de ahí la gravedad que revisten las dictaduras, ya que ellas utilizan el mecanismo de dominación más poderoso de una sociedad en perjuicio de quienes deberían ser beneficiarios).
Relacionada con la anterior, pero más antigua, existe otra función: el Estado opera regulando las relaciones privadas de sus ciudadanos, para que estos no puedan abusar los unos de los otros. Así surgen, por ejemplo en el caso de Chile, a comienzos del siglo XX, las leyes laborales. Éstas imponen jornadas de trabajo razonables de ocho horas diarias, cinco días por semana, con derecho a descanso y vacaciones, sueldo mínimo, etc. Hasta antes de eso era frecuente encontrar trabajadores con jornadas de 12 o más horas diarias. En las minas de carbón de la familia Cousiño en Lota, por ejemplo, los fines de semanas había turnos de 24 y 36 horas. Es decir, los obreros bajaban a la mina el sábado en la mañana y los subían recién el domingo en la mañana o en la tarde, dependiendo del turno. Esto, naturalmente, sin derecho a pausas y condiciones mínimas, como baños (el primero se instaló en la década del 1920 en Arauco). Además, se les pagaba por cajón extraído y no había ahorro para salud o pensiones.
La asimetría entre el poder de dicha familia y los obreros era tal que no había posibilidades de negociar condiciones laborales mínimas, ni aún estando sindicalizados.
Recién cuando otros sectores sociales consiguen acceder al Estado y otras ideologías comienzan a poblarlo, éste logra regular las relaciones laborales, a fin de que unos no abusen de otros.
Nos guste o no, el Estado es hoy - en un país como el nuestro que prácticamente no posee sindicatos o gremios poderosos - el único garante de algunos derechos básicos de los obreros y, más genéricamente, de los ciudadanos. Sin él, los más débiles quedarían al arbitrio de los más poderosos.
Ahora tal vez ya se pueda intentar una primera respuesta a las preguntas planteadas.
Los argumentos para esta propuesta son varios: el excesivo pago de impuestos, la corrupción política, su instrumentalización con fines privados, y así suma y sigue.
Si bien estas afirmaciones pueden tener algo de verdad, las preguntas que habría que plantearse son otras: ¿porqué no intentar mejorar el Estado? o ¿a quién es funcional su desaparición?, más preciso aún: ¿a quién le interesa que pensemos que es innecesario?
La forma que le conocemos al Estado la adopta en la Edad Media, cuando los reyes y príncipes lograron concentrar territorios e imponer en ellos dos monopolios: el fiscal y el de la violencia. Es decir, nadie más que ellos tenían la atribución de cobrar impuestos y utilizar la violencia física (y jurídica). Para eso debieron desproveer a los habitantes de sus territorios de dichas posibilidades. Ambos elementos constituyen los fundamentos del Estado moderno.
Con el transcurrir del tiempo éste pasó a manos de grupos organizados en partidos políticos y fue adquiriendo o perdiendo formas y funciones, dependiendo de la visión ideológica que se tenía de él. Así, por ejemplo, hubo países donde éste encabezó reformas agrarias, expropiando y distribuyendo tierras. En otros se hizo cargo de todos los niveles educativos dándole gratuidad. En algunos países desarrolló grandes complejos industriales para potenciar el desarrollo, en otros, se deshizo de todas o casi todas sus industrias entregándolas a empresarios privados. Así surgieron conceptos como Estado Empresario, Estado Asistencial, Estado Docente, Estado Subsidiario, entre otros.
Si bien a lo largo del tiempo y en distintas regiones el Estado ha adoptado diversas formas y funciones, hubo algunas que se hicieron común a éste. Una de ellas, más reciente, fue el respeto a los derechos humanos. Es decir, más allá de la posibilidad de ejercer violencia, el Estado debe proteger los derechos humanos de sus propios ciudadanos (de ahí la gravedad que revisten las dictaduras, ya que ellas utilizan el mecanismo de dominación más poderoso de una sociedad en perjuicio de quienes deberían ser beneficiarios).
Relacionada con la anterior, pero más antigua, existe otra función: el Estado opera regulando las relaciones privadas de sus ciudadanos, para que estos no puedan abusar los unos de los otros. Así surgen, por ejemplo en el caso de Chile, a comienzos del siglo XX, las leyes laborales. Éstas imponen jornadas de trabajo razonables de ocho horas diarias, cinco días por semana, con derecho a descanso y vacaciones, sueldo mínimo, etc. Hasta antes de eso era frecuente encontrar trabajadores con jornadas de 12 o más horas diarias. En las minas de carbón de la familia Cousiño en Lota, por ejemplo, los fines de semanas había turnos de 24 y 36 horas. Es decir, los obreros bajaban a la mina el sábado en la mañana y los subían recién el domingo en la mañana o en la tarde, dependiendo del turno. Esto, naturalmente, sin derecho a pausas y condiciones mínimas, como baños (el primero se instaló en la década del 1920 en Arauco). Además, se les pagaba por cajón extraído y no había ahorro para salud o pensiones.
La asimetría entre el poder de dicha familia y los obreros era tal que no había posibilidades de negociar condiciones laborales mínimas, ni aún estando sindicalizados.
Recién cuando otros sectores sociales consiguen acceder al Estado y otras ideologías comienzan a poblarlo, éste logra regular las relaciones laborales, a fin de que unos no abusen de otros.
Nos guste o no, el Estado es hoy - en un país como el nuestro que prácticamente no posee sindicatos o gremios poderosos - el único garante de algunos derechos básicos de los obreros y, más genéricamente, de los ciudadanos. Sin él, los más débiles quedarían al arbitrio de los más poderosos.
Ahora tal vez ya se pueda intentar una primera respuesta a las preguntas planteadas.
3 comentarios:
Es paradójico que el estado, como se afirma aquí, sea el único garante de los derechos de los trabajadores (y los ciudadanos en general), cuando también es un organismo que nunca ha sido constituido por ellos ni menos administrado por ellos (sólo, en ciertos casos, por elites o vanguardias que se auto-proclamaban la voz del pueblo, como el Frente Popular de Aguirre Cerda, la DC de Frei Montalva o la UP; en este último caso, no me refiero a la adhesión al gobierno, sino a quién administra el estado). Más que abogar por el estado, es menester, a mi opinión, que por primera vez en este país exista algún ciudadano que rija por las leyes impuestas por la misma ciudadanía.
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Saludos,
Gilda
Estimada Gilda,
muchas gracias por la oferta, pero este blog está dedicado a temas políticos, escasamente relacionados con este tipo de publicidad.
Te agradezco nuevamente.
Muchos saludos
Enrique
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