Si se descuenta su parte rural, la sociedad chilena podría ser resumida en cuatro cuadras del centro de Santiago. En ellas se puede encontrar todo el espectro de sectores sociales que componen nuestro país.
Las calles son las que van desde Estado por el oriente, hasta Teatinos por el poniente. Es más, ni siquiera es necesario recorrerlas completas, sino que basta con ir por la Alameda, un viernes o sábado como a las nueve de la noche.
Después de esa hora, en la esquina de Estado con Alameda comienzan a deambular las figuras espectrales de cartoneros y, en general, recolectores cualquier cosa útil o reducible. Adultos y niños, hombres y mujeres, escarban basureros y bolsas, acompañados muchas veces de sus perros, en busca de alguna sorpresa o, al menos, de lo que les permitirá comer al día siguiente. También termina la jornada de trabajo uno que otro lanza, mientras los barrenderos intentan devolver el orden deshecho por los recolectores.
De tanto en tanto, alguna empleada doméstica, apretando temerosa contra su cuerpo una escuálida cartera, pasa entremedio de todos en busca de la segura luminosidad del Metro.
Al caminar de Estado hacia Ahumada, el paisaje humano cambia levemente. Aparecen los vendedores ambulantes de cuanta chuchería existe, muchos de ellos ciegos o lisiados; los últimos vendedores de las grandes tiendas y farmacias, y uno que otro grupo de oficinistas de "medio pelo", que aún se resisten a llegar a sus casas, dejándose tentar por cualquier bar que encuentren a su paso. También abandonan el lugar los predicadores, mimos y músicos.
En la media cuadra siguiente, que llega hasta la calle Nueva York, el paisaje comienza a cambiar en forma definitiva. Algunos ejecutivos rezagados de las oficinas financieras de los alrededores y los muchos clientes del Club de la Unión, en sus elegantes trajes, se pasean con paso apurado, temerosos que la desdicha de los que dejaron atrás los alcance. Seguramente se dirigen a alguna fiesta de matrimonio o gala de beneficencia. Sobre la vereda reposan, brillantes y pomposos, sus autos de marcas y precios exóticos.
La calle Nueva York es la frontera definitiva de ambos mundos. Separados físicamente por las miradas atentas de los carabineros que desde un furgón con las puertas abiertas vigilan que nadie traspase la linea, y simbólicamente por la distancia mínima e infinita que separa al Club de la Unión de la "Unión Chica".
Si se camina una cuadra más aparece La Moneda. Iluminada. Blanca. Rodeada de banderas. Señorial. Es el símbolo máximo del poder. Éste es el espacio que consolida la separación entre los muchos chiles. Entre el Chile de la riqueza y el poder, y aquel de la miseria y servidumbre.
En La Moneda cohabitan todos aquellos que transitan entre Teatinos y Nueva York. Y lo hacen, qué duda cabe, para servir a quienes tuvieron la mala suerte de hacer sus vidas entre Nueva York y Estado.
Las calles son las que van desde Estado por el oriente, hasta Teatinos por el poniente. Es más, ni siquiera es necesario recorrerlas completas, sino que basta con ir por la Alameda, un viernes o sábado como a las nueve de la noche.
Después de esa hora, en la esquina de Estado con Alameda comienzan a deambular las figuras espectrales de cartoneros y, en general, recolectores cualquier cosa útil o reducible. Adultos y niños, hombres y mujeres, escarban basureros y bolsas, acompañados muchas veces de sus perros, en busca de alguna sorpresa o, al menos, de lo que les permitirá comer al día siguiente. También termina la jornada de trabajo uno que otro lanza, mientras los barrenderos intentan devolver el orden deshecho por los recolectores.
De tanto en tanto, alguna empleada doméstica, apretando temerosa contra su cuerpo una escuálida cartera, pasa entremedio de todos en busca de la segura luminosidad del Metro.
Al caminar de Estado hacia Ahumada, el paisaje humano cambia levemente. Aparecen los vendedores ambulantes de cuanta chuchería existe, muchos de ellos ciegos o lisiados; los últimos vendedores de las grandes tiendas y farmacias, y uno que otro grupo de oficinistas de "medio pelo", que aún se resisten a llegar a sus casas, dejándose tentar por cualquier bar que encuentren a su paso. También abandonan el lugar los predicadores, mimos y músicos.
En la media cuadra siguiente, que llega hasta la calle Nueva York, el paisaje comienza a cambiar en forma definitiva. Algunos ejecutivos rezagados de las oficinas financieras de los alrededores y los muchos clientes del Club de la Unión, en sus elegantes trajes, se pasean con paso apurado, temerosos que la desdicha de los que dejaron atrás los alcance. Seguramente se dirigen a alguna fiesta de matrimonio o gala de beneficencia. Sobre la vereda reposan, brillantes y pomposos, sus autos de marcas y precios exóticos.
La calle Nueva York es la frontera definitiva de ambos mundos. Separados físicamente por las miradas atentas de los carabineros que desde un furgón con las puertas abiertas vigilan que nadie traspase la linea, y simbólicamente por la distancia mínima e infinita que separa al Club de la Unión de la "Unión Chica".
Si se camina una cuadra más aparece La Moneda. Iluminada. Blanca. Rodeada de banderas. Señorial. Es el símbolo máximo del poder. Éste es el espacio que consolida la separación entre los muchos chiles. Entre el Chile de la riqueza y el poder, y aquel de la miseria y servidumbre.
En La Moneda cohabitan todos aquellos que transitan entre Teatinos y Nueva York. Y lo hacen, qué duda cabe, para servir a quienes tuvieron la mala suerte de hacer sus vidas entre Nueva York y Estado.
1 comentario:
buenísimo, te peinaste
DCC
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