Julio del año 2000. La sala de conciertos de la Filarmónica de Munich estaba llena, con cerca de mil asistentes. El conocido Hanns-Martin Schneit dirigía la interpretación de la Misa en Si menor de Juan Sebastián Bach. De pronto, sonó un teléfono celular.
La sala entumeció.
El director se giró hacia el público y continuó por un par de minutos dirigiendo la orquesta de espaldas a ella. Como buscando al culpable de tamaño crimen.
El desatino fue considerado tan importante que el mayor semanario alemán (die Zeit) le dedicó un artículo completo al tema de los celulares en su edición número 37 del año 2000. Además pronosticaba que ese hecho podría volver a producirse, ya que pronto uno de cada tres miembros del público tendría teléfono y más de alguien olvidaría apagarlo. Terminaba el artículo hablando sobre la necesidad de generar una "cultura del celular".
El lunes de la semana pasada asistí con unos amigos a un concierto. Los jóvenes y ya bastante conocidos guitarristas Katrin Klingeberg y Sebastián Montes tocaron en la Sala Isidora Zegers de la Facultad de Artes Universidad de Chile.
Fue precisamente en ese concierto en que se me vino a la memoria el artículo del Zeit.
Si bien no soy alguien que vaya con frecuencia a este tipo de actividades, alguna vez me enseñaron que en ellas había que guardar silencio.
Pero lo que sucedió fue sorprendente. Comenzó con la gente que llegaba atrasada y que impúdicamente abría la puerta de la sala y se dedicaba a buscar a tientas un asiento, pidiendo disculpas a quienes atropellaban tratando de llegar a él. Peor aún: hubo quienes en medio del concierto salieron de la sala.
De los celulares ni hablar, sonaron tres veces. Al punto que en un momento Sebastián Montes debió sonreír.
Alguien podría acusarme de exceso de celo, pero hubo varias personas que durante el concierto jugaban con el programa, haciendo el típico ruido que se produce cuando uno manosea un papel.
Hubo algunos momentos deliciosos: alguien sentado un par de filas más atrás roncó durante unos minutos, unos niños jugaban a hacer un ruido similar al que se produce cuando se sopla dentro de una botella (probablemente era eso lo que hacían) y no faltó quienes conversaron en pleno concierto.
Sin embargo, dos fueron las situaciones que merecen especial mención. Una de ellas se produjo cuando alguien comenzó a escarbar en una bolsa de supermercado y a hacer un ruido que durante un minuto o dos (que parecieron una eternidad) se instaló como sonido de fondo del concierto.
La otra se produjo cuando, si la memoria no me falla demasiado, interpretaron Alfonsina y el Mar. Alguien, amparado en el anonimato de la oscuridad, comenzó a tararearla en voz muy baja.
La cantidad de ruidos era increíble. Pero parecía que a gran parte del público no le molestaba. Me gustaría creer que con este tipo de música está sucediendo lo mismo que alguna vez pasó con el tenis, cuando éste dejó de ser un deporte de aristócratas, se democratizó y hasta aparecieron verdaderas "barras" en las tribunas alentado a su jugador o jugadora favorita. Pero me temo que ello no es así, sino que se trata de simple mala educación.
Tal vez no sería una mala idea comenzar cada concierto con la clásica frase con la que el animador del circo nos intimidaba a la hora del trapecio o la cuerda floja: "se ruega al respetable público guardar el más absoluto silencio; cualquier ruido le puede costar la vida al artista".
La sala entumeció.
El director se giró hacia el público y continuó por un par de minutos dirigiendo la orquesta de espaldas a ella. Como buscando al culpable de tamaño crimen.
El desatino fue considerado tan importante que el mayor semanario alemán (die Zeit) le dedicó un artículo completo al tema de los celulares en su edición número 37 del año 2000. Además pronosticaba que ese hecho podría volver a producirse, ya que pronto uno de cada tres miembros del público tendría teléfono y más de alguien olvidaría apagarlo. Terminaba el artículo hablando sobre la necesidad de generar una "cultura del celular".
El lunes de la semana pasada asistí con unos amigos a un concierto. Los jóvenes y ya bastante conocidos guitarristas Katrin Klingeberg y Sebastián Montes tocaron en la Sala Isidora Zegers de la Facultad de Artes Universidad de Chile.
Fue precisamente en ese concierto en que se me vino a la memoria el artículo del Zeit.
Si bien no soy alguien que vaya con frecuencia a este tipo de actividades, alguna vez me enseñaron que en ellas había que guardar silencio.
Pero lo que sucedió fue sorprendente. Comenzó con la gente que llegaba atrasada y que impúdicamente abría la puerta de la sala y se dedicaba a buscar a tientas un asiento, pidiendo disculpas a quienes atropellaban tratando de llegar a él. Peor aún: hubo quienes en medio del concierto salieron de la sala.
De los celulares ni hablar, sonaron tres veces. Al punto que en un momento Sebastián Montes debió sonreír.
Alguien podría acusarme de exceso de celo, pero hubo varias personas que durante el concierto jugaban con el programa, haciendo el típico ruido que se produce cuando uno manosea un papel.
Hubo algunos momentos deliciosos: alguien sentado un par de filas más atrás roncó durante unos minutos, unos niños jugaban a hacer un ruido similar al que se produce cuando se sopla dentro de una botella (probablemente era eso lo que hacían) y no faltó quienes conversaron en pleno concierto.
Sin embargo, dos fueron las situaciones que merecen especial mención. Una de ellas se produjo cuando alguien comenzó a escarbar en una bolsa de supermercado y a hacer un ruido que durante un minuto o dos (que parecieron una eternidad) se instaló como sonido de fondo del concierto.
La otra se produjo cuando, si la memoria no me falla demasiado, interpretaron Alfonsina y el Mar. Alguien, amparado en el anonimato de la oscuridad, comenzó a tararearla en voz muy baja.
La cantidad de ruidos era increíble. Pero parecía que a gran parte del público no le molestaba. Me gustaría creer que con este tipo de música está sucediendo lo mismo que alguna vez pasó con el tenis, cuando éste dejó de ser un deporte de aristócratas, se democratizó y hasta aparecieron verdaderas "barras" en las tribunas alentado a su jugador o jugadora favorita. Pero me temo que ello no es así, sino que se trata de simple mala educación.
Tal vez no sería una mala idea comenzar cada concierto con la clásica frase con la que el animador del circo nos intimidaba a la hora del trapecio o la cuerda floja: "se ruega al respetable público guardar el más absoluto silencio; cualquier ruido le puede costar la vida al artista".
2 comentarios:
Hace poco más de un mes fui invitado dar una charla sobre el software libre a los alumnos de informática del IPLA sede Osorno. Como el auditorio era algo ruidoso comencé diciendo:
"se ruega al respetable público apagar sus dispositivos electrónicos y guardar el más absoluto silencio; cualquier ruido le puede costar la vida al expositor"
Por supuesto no lo hicieron, pero sirvió para romper el hielo.
Pero si es culpa de los mismos alemanes, ¿no te acuerdas quién fue el que descubrió que el arte había perdido su aura? Más exacatamente creo que sus palabras fueron "Aura si que cagamos" y su siguiente libro fue sobre el hachis...
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