Los más de cinco meses de conflicto estudiantil están a punto de tomar rumbos sorprendentes. Es curioso, pero no serán quienes han estado en la calle quienes más ganarán, sino que, al parecer, lo harán quienes han permanecido en sus oficinas y salas de clases.
Por una parte, esto se explica porque los actores principales del conflicto - el gobierno y los estudiantes - no están dialogando. Por otra, porque los actores secundarios - los rectores - han sido, los unos, excesivamente ambiguos y cautelosos (en el caso del CRUCH) y, los otros, en su mayoría inescrupulosamente astutos (en el caso de las universidades privadas no perteneciente a él).
El gobierno y los estudiantes no están conversando por dos razones. Primero, porque ambas posturas no tienen puntos de encuentro, ya que representan distintas visiones acerca de cómo debe enfrentarse la educación. Mientras unos consideran que el lucro es algo legítimo, los otros piensan que cuando se trata de este tipo de bienes públicos debería prohibirse. Lo mismo vale para los colegios municipalizados y particular subvencionados; unos piensan que esta distinción es buena porque ofrece diversidad de elección, los otros señalan que acarrea injusticia producto de la desigual calidad de los establecimientos. Algo similar sucede con la idea de pagar o no pagar aranceles. El gobierno considera (y es parte fundamental de la ideología de derecha) que todos deben pagar algo, porque de ese modo valorizan lo obtenido; mientras los estudiantes quieren que todos puedan acceder a la educación superior sin tener que pagar gran parte del sueldo futuro a los bancos. Así suma y sigue.
La otra razón por la que no pueden comunicarse es porque están conversando en dos niveles distintos. Lo que los estudiantes, profesores y apoderados están haciendo en la calle es un planteamiento político que pone en cuestión la comprensión y visión que se tiene del país. La derecha (y la oposición), en cambio, responde administrativamente, es decir, señalando qué es lo posible dentro del modelo existente. Quisiera creer que esto se debe a que el gobierno no ha comprendido bien las demandas, pero temo que es todo lo contrario: lo ha comprendido perfectamente y no está dispuesto a abrir la puerta.
Lo más curioso ha sido, sin embargo, la actitud de los rectores. En el caso de quienes lideran instituciones del Consejo de Rectores, estos han pasado por varias etapas. En un momento se unieron a los estudiantes. Cuando pensaron que sus demandas estaban satisfechas se trataron de instalar como mediadores y los estudiantes los desconocieron como tales. Por lo mismo quedaron a espaldas de todos. Ahora el gobierno les planteó un presupuesto que en nada cumple con sus requerimientos y, con la cola entre las piernas, deberán hacer frente común con los estudiantes y si no logran alinear a los parlamentarios, perderán la pelea por un presupuesto razonable y con ello también la posibilidad de tener fondos basales para financiar su investigación (no hay que olvidar que alrededor de 90% de toda la investigación científica se realiza en instituciones del CRUCH).
Los rectores de las instituciones privadas no pertenecientes al Consejo son quienes hasta ahora, sin hacer mucho, aparecerán como los grandes ganadores del conflicto si las cosas siguen el rumbo que llevan. Y ello explica su silencio. Sus estudiantes tendrán acceso a un crédito en igualdad de condiciones que los del CRUCH (lo que es de toda justicia), los fondos de desarrollo organizacional se extenderán a todas las instituciones y, además, se les creará una superintendencia que no tendrá posibilidad alguna de controlar el lucro de los sostenedores (que de hecho técnicamente no existe; basta con mirar cualquier balance anual). Además instalarán como único criterio para evaluar una universidad la acreditación institucional, sin considerar áreas ni años. Es lo que se argumenta para defender un supuesto estándar de calidad y el acceso igualitario a recursos públicos. Y como si fuera poco, le están exigiendo al gobierno que amplíe el Consejo de Rectores.
La movida es notable; está por verse si resulta. Si ello es así, habremos asistido a uno de los eventos más paradójicos de las últimas décadas.
Por una parte, esto se explica porque los actores principales del conflicto - el gobierno y los estudiantes - no están dialogando. Por otra, porque los actores secundarios - los rectores - han sido, los unos, excesivamente ambiguos y cautelosos (en el caso del CRUCH) y, los otros, en su mayoría inescrupulosamente astutos (en el caso de las universidades privadas no perteneciente a él).
El gobierno y los estudiantes no están conversando por dos razones. Primero, porque ambas posturas no tienen puntos de encuentro, ya que representan distintas visiones acerca de cómo debe enfrentarse la educación. Mientras unos consideran que el lucro es algo legítimo, los otros piensan que cuando se trata de este tipo de bienes públicos debería prohibirse. Lo mismo vale para los colegios municipalizados y particular subvencionados; unos piensan que esta distinción es buena porque ofrece diversidad de elección, los otros señalan que acarrea injusticia producto de la desigual calidad de los establecimientos. Algo similar sucede con la idea de pagar o no pagar aranceles. El gobierno considera (y es parte fundamental de la ideología de derecha) que todos deben pagar algo, porque de ese modo valorizan lo obtenido; mientras los estudiantes quieren que todos puedan acceder a la educación superior sin tener que pagar gran parte del sueldo futuro a los bancos. Así suma y sigue.
La otra razón por la que no pueden comunicarse es porque están conversando en dos niveles distintos. Lo que los estudiantes, profesores y apoderados están haciendo en la calle es un planteamiento político que pone en cuestión la comprensión y visión que se tiene del país. La derecha (y la oposición), en cambio, responde administrativamente, es decir, señalando qué es lo posible dentro del modelo existente. Quisiera creer que esto se debe a que el gobierno no ha comprendido bien las demandas, pero temo que es todo lo contrario: lo ha comprendido perfectamente y no está dispuesto a abrir la puerta.
Lo más curioso ha sido, sin embargo, la actitud de los rectores. En el caso de quienes lideran instituciones del Consejo de Rectores, estos han pasado por varias etapas. En un momento se unieron a los estudiantes. Cuando pensaron que sus demandas estaban satisfechas se trataron de instalar como mediadores y los estudiantes los desconocieron como tales. Por lo mismo quedaron a espaldas de todos. Ahora el gobierno les planteó un presupuesto que en nada cumple con sus requerimientos y, con la cola entre las piernas, deberán hacer frente común con los estudiantes y si no logran alinear a los parlamentarios, perderán la pelea por un presupuesto razonable y con ello también la posibilidad de tener fondos basales para financiar su investigación (no hay que olvidar que alrededor de 90% de toda la investigación científica se realiza en instituciones del CRUCH).
Los rectores de las instituciones privadas no pertenecientes al Consejo son quienes hasta ahora, sin hacer mucho, aparecerán como los grandes ganadores del conflicto si las cosas siguen el rumbo que llevan. Y ello explica su silencio. Sus estudiantes tendrán acceso a un crédito en igualdad de condiciones que los del CRUCH (lo que es de toda justicia), los fondos de desarrollo organizacional se extenderán a todas las instituciones y, además, se les creará una superintendencia que no tendrá posibilidad alguna de controlar el lucro de los sostenedores (que de hecho técnicamente no existe; basta con mirar cualquier balance anual). Además instalarán como único criterio para evaluar una universidad la acreditación institucional, sin considerar áreas ni años. Es lo que se argumenta para defender un supuesto estándar de calidad y el acceso igualitario a recursos públicos. Y como si fuera poco, le están exigiendo al gobierno que amplíe el Consejo de Rectores.
La movida es notable; está por verse si resulta. Si ello es así, habremos asistido a uno de los eventos más paradójicos de las últimas décadas.
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