Desde que el nuevo director de la División de Educación Superior anunciara hace dos domingos atrás una serie de reformas al sistema, el debate no ha cesado. Cada quien tiene sus razones para defender o criticar las propuestas.
Más allá de la forma como se hizo (que mantiene fiel el espíritu profundamente patronal de la derecha chilena, que no requiere de consejo, ni consulta), parece necesario contribuir con un par de ideas.
El eje de la discusión es el siguiente: ¿por qué el Estado debe privilegiar con financiamiento a un grupo de instituciones, si todas producen bienes públicos? Los más extremos preguntan incluso ¿por qué el Estado debe tener universidades si los privados pueden hacer lo mismo a mejor precio y con mayor eficiencia?
Brevemente para no aburrir.
Primero: una universidad estatal se diferencia de una privada, en primer lugar, en la propiedad. La primera no es, como se dice, del Estado, es de todos los chilenos y es administrada por el Estado. Las segundas son de grupos organizados que tienen libertad para hacer con sus instituciones lo que quieran, tanto en el ámbito de la administración, como en el de la enseñanza o investigación. Por lo mismo, en las primeras, las formas de tomar las decisiones, construir el gobierno, etc. tienen un carácter eminentemente democrático y no están expuestas a los intereses o veleidades de los dueños.
Segundo: si el Estado, o sea los chilenos, han decidido tener universidades de su propiedad (como sucede en la mayor parte del planeta), es razonable que concurra a su financiamiento en un volumen suficiente como para que éstas no desaparezcan o se desnaturalicen en una lucha insensata por recursos.
Tercero: la pregunta se podría invertir ¿por qué los contribuyentes chilenos deberían financiar universidades privadas cuyo objetivo central no es producir bienes públicos, sino también (o principalmente) lucro? Alguien podría decir que el lucro no existe, ya que está prohibido por ley. Pero a estas alturas afirmar esto es como tratar de tapar el sol con el dedo. El lucro existe y lo sabe la mayoría de la población. O ¿acaso los consorcios financieros nacionales e internacionales tienen universidades por caridad?
Cuarto: ¿basta con medir las organizaciones por lo que producen y entonces asumimos que todas las universidades generan bienes públicos? O ¿será necesario también preocuparse por cómo producen? Es decir, si las condiciones laborales de los profesores se condicen con los estándares de la profesión o si los contenidos son los que una formación científica exige. En otras palabras, también una universidad puede formar profesionales gracias al fomento de la precariedad laboral de los profesores y puede hacerlo desde contenidos ideológicos de grupos específicos. Es decir, eventualmente atentando contra valores centrales de lo público.
Por último, lo que diferencia una universidad estatal de cualquier otra, por noble que sea su origen y sus fines, es que ésta debe encarnar los valores sociales generales de la sociedad en que se encuentra inserta. Ese es el sentido de las organizaciones estatales. Mientras las restantes universidades tendrán todo el derecho a representar los valores sociales particulares de los grupos que las han creado.
La diferencia no es como se piensa, de tipo económico. No estamos frente a un tema de eficiencia o ineficiencia. Lo que está en discusión es el derecho de la ciudadanía a educarse en instituciones que tienden al universalismo y no al particularismo valórico.
2 comentarios:
Notable: dos cucharadas y a la papa
clarito clarito,¿por qué será que lo políticos no pueden hablar así de claro para que todos entendamos?
A lo mejor no saben ...
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