"¿Sabe qué? Me tienen aburrido. Discuten tanta tontera, que no vale la pena ir a las reuniones".
Eso me dijo un vecino a propósito de la última sesión de copropietarios del edificio en que vivo.
Dos veces intentaron (digo "intentaron" y no "intentamos", ya que hasta ayer no tenía un poder de la dueña del departamento para participar de las reuniones) reunirse sin conseguir el quorum para tratar un tema que desde cualquier punto de vista era de interés de todos: la continuidad de la administración actual. Es decir, de quienes están a cargo de que el edificio funcione.
Lo interesante es que afectándolos a todos, nadie o muy pocos quieren participar.
El escaso interés se podría entender más fácilmente si se tratara de una elección presidencial o parlamentaria, por la distancia que existe entre ellas y las necesidades cotidianas. Su nivel de abstracción es tan alto que hasta parece razonable que haya quienes afirmen con total certeza: "a mí la política no me ha dado nada. Todo lo he logrado sólo".
¿Pero qué pasa con aquello que sí nos afecta, que nos da o quita cosas cotidianamente? ¿Tampoco ello nos interesa?
Se podría suponer que una unidad básica de la política nacional pudiera ser la participación en la política vecinal. Y no por altruismo o un sentido político superior, sino por puro egoísmo o sentido práctico: por votar por lo que a uno le convenga cuando se trate del bienestar personal más inmediato.
Sin embargo pareciera ser que ello tampoco es así. Que practicamos un individualismo radical que supone la posibilidad de sobrevivir en el aislamiento absoluto. Como si la vida de uno fuera ajena al contexto social que la rodea. O, más simplemente, como si ni siquiera los vecinos y sus actos fueran importantes.
Al parecer lo que está en crisis en Chile no es, como se piensa, la política partidista. Lo que está en crisis va mucho más allá de ella; es la asociatividad. Al menos toda aquella que no persiga fines de lucro o beneficios económicos concretos. Esa asociatividad que se practica para defender intereses o ideas comunes y cuyo motor no se expresa monetariamente, sino en el bien personal y social.
Si esta afirmación es correcta, no habría entonces que extrañarse porque los partidos políticos funcionen - como se ha dicho más de una vez - como distribuidores de prebendas o agencias de empleos. Y que, por lo mismo, participen en ellos sólo quienes tengan ese horizonte.
En este punto se podría plantear la siguiente pregunta: ¿cómo es posible que hayamos dejado de interesarnos por lo que sucede en nuestro entorno más inmediato?
Más aún, ¿qué pasó en Chile que nos hemos vuelto indolentes incluso con nosotros mismos?
Eso me dijo un vecino a propósito de la última sesión de copropietarios del edificio en que vivo.
Dos veces intentaron (digo "intentaron" y no "intentamos", ya que hasta ayer no tenía un poder de la dueña del departamento para participar de las reuniones) reunirse sin conseguir el quorum para tratar un tema que desde cualquier punto de vista era de interés de todos: la continuidad de la administración actual. Es decir, de quienes están a cargo de que el edificio funcione.
Lo interesante es que afectándolos a todos, nadie o muy pocos quieren participar.
El escaso interés se podría entender más fácilmente si se tratara de una elección presidencial o parlamentaria, por la distancia que existe entre ellas y las necesidades cotidianas. Su nivel de abstracción es tan alto que hasta parece razonable que haya quienes afirmen con total certeza: "a mí la política no me ha dado nada. Todo lo he logrado sólo".
¿Pero qué pasa con aquello que sí nos afecta, que nos da o quita cosas cotidianamente? ¿Tampoco ello nos interesa?
Se podría suponer que una unidad básica de la política nacional pudiera ser la participación en la política vecinal. Y no por altruismo o un sentido político superior, sino por puro egoísmo o sentido práctico: por votar por lo que a uno le convenga cuando se trate del bienestar personal más inmediato.
Sin embargo pareciera ser que ello tampoco es así. Que practicamos un individualismo radical que supone la posibilidad de sobrevivir en el aislamiento absoluto. Como si la vida de uno fuera ajena al contexto social que la rodea. O, más simplemente, como si ni siquiera los vecinos y sus actos fueran importantes.
Al parecer lo que está en crisis en Chile no es, como se piensa, la política partidista. Lo que está en crisis va mucho más allá de ella; es la asociatividad. Al menos toda aquella que no persiga fines de lucro o beneficios económicos concretos. Esa asociatividad que se practica para defender intereses o ideas comunes y cuyo motor no se expresa monetariamente, sino en el bien personal y social.
Si esta afirmación es correcta, no habría entonces que extrañarse porque los partidos políticos funcionen - como se ha dicho más de una vez - como distribuidores de prebendas o agencias de empleos. Y que, por lo mismo, participen en ellos sólo quienes tengan ese horizonte.
En este punto se podría plantear la siguiente pregunta: ¿cómo es posible que hayamos dejado de interesarnos por lo que sucede en nuestro entorno más inmediato?
Más aún, ¿qué pasó en Chile que nos hemos vuelto indolentes incluso con nosotros mismos?
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