La Piojera es uno de los bares más conocidos y antiguos de Santiago. Según se dice, su fundación se remonta a fines del siglo XIX y desde 1916 es administrado por la misma familia.
Cuenta la leyenda que éste era uno de los pocos espacios urbanos en que se juntaban los aristócratas de la "ciudad propia" con los rotos de los barrios "ultra Mapocho", que habría sido el propio Presidente Arturo Alessandri quien le habría puesto el nombre de Piojera y que en sus visitas a Chile, el célebre tenor Ramón Vinay habría cantado parado sobre los toneles de vino, para deleite de los parroquianos.
La Piojera era, en el Santiago antiguo, una especie de frontera material y lúdica entre la civilización y la barbarie.
Su menú es precario, poco pulcro, lo mismo que sus instalaciones y ni hablar de su dudosa higiene. Su concurrencia diaria es una mezcla de oficinistas, ferieros, estudiantes, funcionarios públicos y patipelados de todas clases. En otras palabras, es el lugar ideal para ir a tomar un buen pipeño mezclado con chicha de uva y comerse un sánguche de arrollado, en la más completa tranquilidad. También para comprar cigarrillos sueltos y toda suerte de chucherías de esas que venden los ambulantes de la zona.
Los viernes y sábados en la tarde, sin embargo, el paisaje humano cambia radicalmente. La Piojera se llena de cabelleras rubias, de esas que no conocen los piojos. Ojos azules y pieles blancas ahuyentan a los nativos, con sus risas de bienestar y sus billetes sin amuñar.
Son los cuicos que "bajan" al centro a conocer los lugares del folclor capitalino. A ver a los rotos en su hábitat natural y rozarse con ellos. A encontrarlos choros, encachados y sentirse chilenos. Es una especie de turismo aventura urbano. Donde el riesgo es, se imaginan, morir apuñalado, intoxicarse con la comida o, incluso, llegar a ser toqueteados por curtidas manos obreras.
Los viernes y los sábados, entonces, los visitantes habituales se van a otros bares. Donde puedan tomarse tranquilos el trago de la tarde y reírse de sus miserias y riquezas, sin tener que disputar su propio espacio con los cuicos.
Esta escena se repite ocasionalmente en la Casa de Cena, en el Hoyo, en el Wonder Bar y otros restaurantes de raigambre popular. Es la nueva moda del riquerío. Es su forma de sentirse parte de un país y de una sociedad de la que no son mucho más que lejanos vecinos.
Pero esto no está en si mal. Habla de la clase de sociedad en que vivimos y que hemos construido. Donde unos deben hacer excursiones para enterarse cómo viven y se divierten los otros.
Sería interesante, sin embargo, averiguar qué pasaría si fuera a la inversa.
Es decir, si un grupo de rotos, más recientemente llamados flaites, se armara de curiosidad, coraje y dinero, y se arriesgara a adentrarse en tierra cuica. Es decir, ¿qué pasaría si unos cincuenta flaites, con sus cabelleras negras, sus zapatillas chillonas y sus collares blin blin se dejaran caer por los restaurantes de Borde Río (que es más bien siútico, que cuico), en el Mesón Patagonia, en La Sal, en Le Due Torri o quién sabe en qué otro lugar? 0 ¿Si aparecieran de pronto en Cachagua o Zapallar?
¿Qué harían los cuicos? ¿Los dejarían entrar, los atenderían, como sí los atienden a ellos?