“¡Levántate y corre!”.
En verdad, el mandato original tiene una vetusta edad bíblica. En la literatura neotestamentaria él aparece registrado en el último y más controvertido de los evangelios canónicos, el del apóstol Juan (el que según dicen algunos, era el discípulo favorito de Jesús), quien narra uno de los prodigios más conocidos y populares de su maestro, que acaece cuando este le da una imperativa orden médica a un enfermo, cuyas dolencias lo tenían casi cuarenta años pegado a la cama: “¡Levántate y anda!”, dice Juan que le dijo.
El título del nuevo espectáculo, creación colectiva, que el Teatro Ictus ofrece en estos días en su sala de calle Merced, es una variación bastante más categórica y urgente que aquella vieja frase del Libro.
“¡Levántate y corre!” es una proposición que el Ictus no sólo hace a los que aún les funcionan los oídos para oír, y quizá también los ojos para ver, sino ante nada a los que se niegan a olvidar la función de sus pies. Es una demanda de auxilio, una voz de suma urgencia que resuena in crescendo desde el comienzo hasta el final de esta, su nueva oferta escénica.
“¡Levántate y corre!” es el último llamado con que su conciencia obliga al profesor Jacinto Molina (Nissim Sharim) a endilgárselas a la región siempre incierta de los recuerdos. Antes de partir, él y su mujer, Leonor, (María Elena Duvauchelle), nos entregan una telegráfica declaración de principios (y finales) sobre el sentido de este viaje a todas y ninguna parte de la vida de un hombre que se decide a enfrentar la jodida tarea de preguntar y preguntarse. También Clavel, (Roberto Poblete), el ubicuo amigo-enemigo de Molina, nos expone a comienzos del viaje, la contabilidad de las razones que lo llevarán a intentar disuadir al profesor Molina de su deschavetada intención de realizar este trayecto retroactivo, huérfano de todo sentido práctico, según Clavel. Lo que sigue, el viaje mismo, es una poética caleidoscopía de nostalgias y frustraciones, culpas ajenas y delitos propios; un rebobinaje histórico de nuestros rollos más íntimos; una mirada contumaz a ese espejo mañanero en el baño cuando nos creemos solos. Desde su comienzo, este viaje de Jacinto Molina se anuncia como una aventura asaz trabajosa, porque ella nos conduce al escondido patio trasero de esas biografías que insistimos en llamar celosamente personales sólo para evitar reconocer la porción de (ir)responsabilidad que nos cabe a cada uno en el amasijo de nuestro destino colectivo.
Por cierto, el de Jacinto Molina no es un viaje a tierra de nadie, ni lo realiza sin ayuda cartográfica. Otros antes que él ya han estado allí y dejado sus huellas en esas estaciones y situaciones. Reconocemos el paso de Joseph K., por los pasillos eternamente circulares de unos tribunales ciegos; escuchamos los susurros de los detenidos desparecidos que aún flotan en el aire; nos alcanzan todavía los sentimentales ecos sangrientos de Lili Marleen. Al mismo tiempo durante ese viaje nos vuelve a rozar también la memoria del amor primero, de aquel tiempo en que nos preguntábamos en el dialecto de Chillán ¿qué se ama cuando se ama?; reaprendemos que es posible darle una vuelta al día en ochenta mundos; nos reencontramos en ese viaje de Jacinto Molina con la certeza de que no es un trabajo de amor perdido defendernos con alma y corazón del neocanibalismo que se afana en devorar lo que nos va quedando de alma y corazón.
El fin del viaje de Jacinto Miranda pareciera terminar en el punto donde comienza, pero no es así. Fiel a su dialéctica e historia, el Ictus al final de su propuesta, lanza al rostro de quienes lo aplauden, una botella con un mensaje. Esta vez, es un recado a todos los que intentan el regreso a las Itacas de Kavafis: “no apures tu viaje. / Lo mejor es que dure muchos años; / y que desembarques, ya viejo en la isla / rico con lo que ganaste en la travesía”.
Naturalmente este nuevo opus del Ictus no es un panfleto moralista. Es un simple exorcismo de risa y poesía, un ejercicio de seso y amor contra la maligna trivialidad nuestra de cada día, una salvaguardia contra la precariedad mental de nuestros príncipes. El colectivo del Ictus muestra en esta nueva creación suya una mano segura y afortunada para guiar el relato escénico del viaje de Jacinto Miranda con un texto inteligente sin miedo a las palabras ni a las ideas, y mucho menos a pronunciarlas. La puesta en escena (que lleva la firma de Nissim Sharim) prescinde prácticamente de todo aparato y artificio. Su materialidad es de una sencillez franciscana. La dirección se concentra y se hace fuerte en lo que bien tiene: un equipo de actores que asegura un efectivo juego compartido, en el que por supuesto brillan con luces propias los acostumbrados rendimientos individuales de Sharim, Poblete y Duvauchelle. Junto a este viejo tercio sin embargo, Solange Treguear y Rodrigo Contreras, en roles instrumentales de más hueso que carne, cumplen bien y sin ningún mérito menor con lo suyo. Las deficiencias acústicas de la banda sonora y el pobre inserto visual-digital no logran mermar la ganancia indiscutible con que el espectador abandona la sala, pero sirven para recordar algunas de las muchas necesidades materiales con que el Teatro Ictus arrastra heroico su supervivencia.
Cuenta Juan en su evangelio homónimo que cuando su Maestro, a orillas del lago mágico de Bethesda, le ordenó al enfermo “¡Levántate y anda!”, lo hizo para curarlo de su enfermedad. Cuando aquí en Santiago el Ictus nos recomienda: “¡Levántate y corre!”, es más o menos para lo mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario