Desde hace varias semanas los profesores han logrado inmovilizar (aún más) la educación pública chilena. Pareciera ser que en esta ocasión el paro sí tendrá la suficiente fuerza como para doblarle la mano al gobierno y oposición, y conseguir el compromiso de pago de la "deuda histórica" y del famoso bono SAE (Subvención Adicional Especial).
No obstante ello, pareciera ser también que el apoyo y legitimidad social del movimiento está tocando piso. No se ha visto a personajes importantes acompañando a los profesores en sus reivindicaciones. Es más, padres y apoderados de todos los colores han salido a reclamar por la pérdida de clases de sus hijos.
Pero esta situación no es nueva. Desde hace varios años, demasiados, la sociedad chilena ha empezado a mirar a los profesores con cierta desconfianza. De haber sido considerado como un gremio maltratado y postergado por la dictadura, ha comenzado a ser visto como un gremio majadero, sin autocrítica y centrado en sí mismo.
Baste como botón de muestra la insistente negativa del profesorado a someterse a un sistema de evaluación docente. Llegar a implementarlo fue un proceso largo, tortuoso y lleno de dobleces. Los maestros, cuyo oficio es enseñar a sus estudiantes y evaluar de manera permanente lo que estos aprenden, se negaban sistemáticamente a ser sometidos a un proceso similar.
Este tipo de actitudes no hizo más que ahondar las dudas que existían acerca de su calidad profesional, ya bastante cuestionada por los resultados de los jóvenes chilenos en pruebas nacionales e internacionales.
Hurgando un poco más en su historia reciente, se puede afirmar incluso que lo que más se recuerda de su participación en el movimiento pingüino del 2006 fue su silencio y falta de coraje para seguir a sus alumnos en las reivindicaciones que ni los padres ni ellos mismos se atrevieron durante años a plantear. Por primera vez en 20 años de democracia se puso el problema de la educación en una perspectiva nacional, situada más allá de las reivindicaciones económicas del gremio.
Pero este movimiento no los sensibilizó como para exigir al estado mayor responsabilidad con la formación de profesores, establecimiento de estándares nacionales, o para pedir un mejoramiento general de la educación pública. No se subieron al carro que los pingüinos pusieron a su disposición. Lo miraron pasar y esperaron para volver a lo suyo.
La situación descrita no hace más que continuar socavando las bases de la desmedrada educación pública y segmentando el sistema educativo: los alumnos que pueden están migrando desde hace tiempo a los colegios particular-subvencionados.
El tema de la educación es de suyo complejo y de difícil solución. Pero más aún cuando el gremio que debería encabezar el proceso de discusión y reforma no ve mucho más allá de sus narices. Tal vez aquí se pueda aplicar el viejo dicho campesino "qué sabe el chancho de aviones si nunca mira para arriba".
No se trata, sin embargo, de negarles a los profesores el derecho a sus justas reivindicaciones sociales. Por el contrario. De lo que se trata es de exigirles que continúen con ellas, pero que las pongan en un contexto nacional que vaya más allá de su propio bolsillo. Es decir, que aprendan, como le piden a sus alumnos, a mirar para arriba.
Baste como botón de muestra la insistente negativa del profesorado a someterse a un sistema de evaluación docente. Llegar a implementarlo fue un proceso largo, tortuoso y lleno de dobleces. Los maestros, cuyo oficio es enseñar a sus estudiantes y evaluar de manera permanente lo que estos aprenden, se negaban sistemáticamente a ser sometidos a un proceso similar.
Este tipo de actitudes no hizo más que ahondar las dudas que existían acerca de su calidad profesional, ya bastante cuestionada por los resultados de los jóvenes chilenos en pruebas nacionales e internacionales.
Hurgando un poco más en su historia reciente, se puede afirmar incluso que lo que más se recuerda de su participación en el movimiento pingüino del 2006 fue su silencio y falta de coraje para seguir a sus alumnos en las reivindicaciones que ni los padres ni ellos mismos se atrevieron durante años a plantear. Por primera vez en 20 años de democracia se puso el problema de la educación en una perspectiva nacional, situada más allá de las reivindicaciones económicas del gremio.
Pero este movimiento no los sensibilizó como para exigir al estado mayor responsabilidad con la formación de profesores, establecimiento de estándares nacionales, o para pedir un mejoramiento general de la educación pública. No se subieron al carro que los pingüinos pusieron a su disposición. Lo miraron pasar y esperaron para volver a lo suyo.
La situación descrita no hace más que continuar socavando las bases de la desmedrada educación pública y segmentando el sistema educativo: los alumnos que pueden están migrando desde hace tiempo a los colegios particular-subvencionados.
El tema de la educación es de suyo complejo y de difícil solución. Pero más aún cuando el gremio que debería encabezar el proceso de discusión y reforma no ve mucho más allá de sus narices. Tal vez aquí se pueda aplicar el viejo dicho campesino "qué sabe el chancho de aviones si nunca mira para arriba".
No se trata, sin embargo, de negarles a los profesores el derecho a sus justas reivindicaciones sociales. Por el contrario. De lo que se trata es de exigirles que continúen con ellas, pero que las pongan en un contexto nacional que vaya más allá de su propio bolsillo. Es decir, que aprendan, como le piden a sus alumnos, a mirar para arriba.
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