Implementar la Reforma de Educación Superior será en muchos aspectos – qué
duda cabe – un gran problema, tanto para el Estado como para las universidades.
Habrá que crear nuevos organismos públicos y generar un sinfín de reglamentos.
También existirán más exigencias de informar, de reestructurar los sistemas
contables, de calcular vacantes y aranceles, de formalizar los vínculos con personas
relacionadas, entre otras.
Hay un aspecto, sin embargo, en que la Reforma puede ser una gran
oportunidad: en la reformulación del sistema de aseguramiento de la calidad y
los procesos de acreditación.
Descontando los escándalos de corrupción y algunas actuaciones ambiguas de
la Comisión Nacional de Acreditación (CNA), dos me parece que son los principales
problemas. Por una parte, las dimensiones que ha tomado esta operación y, por
otra, su carácter eminentemente auditor y administrativo.
El modelo vigente, basado en acreditación institucional y de programas de
pre y post grado, ha adquirido proporciones elefantiásicas. Sólo a nivel
universitario, desde el año 2000 a la fecha, se han realizado más de 200
procesos de acreditación institucional, casi 2.800 de carreras de pregrado y
cerca de 1.700 de postgrado y especialidades médicas. En costos directos esto
ha significado a las instituciones unos 25 mil millones de pesos. A ello se
debe sumar el contingente profesional y técnico necesario (y creciente) para
coordinar estos procesos. Y, más grave aún, la cantidad de horas que profesores
y profesoras deben destinar a actividades secundarias, como ésta. En otras
palabras, la acreditación se ha vuelto mucho más una función de la economía,
que de la educación.
La forma como se han conceptualizado e implementado estos procesos, en
tanto, ha sido crecientemente burocrática y administrativa. Pautas normadas al
detalle, preguntas estándar y especies de listas de chequeo de actividades y procedimientos,
han reemplazado a un análisis focalizado de contenido y pertinencia. De
continuar así, los pares evaluadores ya no serán necesarios. Bastará con que un
técnico auditor vaya a verificar en terreno el grado de cumplimiento de las
prescripciones que la CNA haga.
La futura Ley establece la reformulación de la CNA y la creación de
criterios y estándares para acreditar, que deberán ser definidos por ésta, con
consulta a comités de expertos y a las propias instituciones.
Esta es una oportunidad única para avanzar hacia un sistema nuevo, que
conceptualice los procesos de acreditación de una forma que sean efectivamente
útiles a la calidad de la educación y no sólo a la reproducción de lógicas y aparatos
administrativos, o a la economía.
Por supuesto, no se trata de cuestionar el rol que la CNA ha jugado en un
contexto educativo casi completamente desregulado, donde el abuso y la
precariedad fueron norma en un extenso sector. Pero el sistema de educación
superior chileno ha cambiado desde 1999 a la fecha. Muchas instituciones han
adquirido una complejidad que hace innecesario seguir yendo a verificar si
cuentan con salas de clase, biblioteca o tienen organigrama.
Es de esperar que se avance hacia un sistema que, primero, se base en una
clasificación de universidades. Luego, priorice una evaluación focalizada y
centrada en el contenido y la pertinencia del trabajo desarrollado. Y, por
último, no impulse la reproducción y expansión de aparatos burocráticos al
interior de las universidades, que se transformen en réplicas a escala de la
CNA.
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