Por Omar Saavedra Santis
Entre mis muchas
malas costumbres está la de hojear los diarios por la mañana. (Hojear, es un
decir, pero aún no me atrevo a decir “navegar”, no me sale bien). Es así como
me he enterado que en Chile aún hay humor. Me lo aseguran con severo rigor la
docta academia y el foro político, así como decenas de serias declaraciones y
apostillas de especialistas en el asunto, que en estos días de canícula
refrescan las páginas titulares de los periódicos con reflexiones, a favor o en
contra, sobre el renacimiento de nuestro humor, que muchos daban por extinto
para siempre jamás. Todo esto, con ocasión de las ovacionadas presentaciones de
humoristas en un reciente festival de verano en algún lugar cuyo nombre no
quiero etc. En su significación más elemental pareciera ser que humor consiste
en hacer reir o algo parecido. O sea, algo digno de todo elogio en estos
tiempos y en estas comarcas. En pos de tan filantrópico propósito se afanan gentes
que se llaman a sí mismas humoristas. Empeño tan generoso me llevó a recordar,
no sé por qué, un suceso que yo creía haber olvidado.
Ocurrió por ahí el 81 u 82 en
Rostock, una pequeña ciudad hanseática en la orilla occidental del Mar Báltico.
Desde 1899 hay allí un bellísimo parque zoológico, donde en verano explotan
magnificentes y por doquier macizos de adelfas, rododendros, hortensias,
rosaledas. Pero sin duda uno de sus mayores atractivos es el Darwineum, un área
de 20.000 mts², que alberga poco más de 80 especies animales. Corazón del
Darwineum es el Hall Tropical. Allí se albergan familias de gorilas de tierras
bajas, lémures de Madagascar, monitos tití de la Amazonía y chimpancés de
Borneo. Entre estos últimos se encontraba “Gorgo”, un adulto de edad media.
“Gorgo” era por lejos el favorito del público y también el más divertido. Quizá
porque era el único de su familia capaz de hacer bromas con sus humanos espectadores,
hacerlos reir, reírse con ellos y aplaudirse. Su número, en todo sentido
fuerte, que lo hizo famoso era cagar en su mano y arrojar de pronto los
excrementos a los mirones despistados. Cuando ello ocurría, todos se mataban de
risa, salvo algunos -no todos- de los que recibían la descarga de mierda. “Gorgo”
no lo hacía por casualidad, sino muy consciente del gran efecto y afecto que su
ingenio provocaba entre sus admiradores que lo aplaudían cada vez que algún
distraído no leía el cartelito pegado a la jaula que advertía benévolo:
“Vorsicht: Affen werfen mit Kot!” (“¡Cuidado: monos arrojan heces!”). Lo más gracioso era, repito, que “Gorgo”
agradecía con aplausos a los que lo aplaudían y -en contra de las ordenanzas-
le arrojaban propinas de maníes o plátanos.
Esta graciosa rutina de “Gorgo” duró
hasta que la dirección del jardín zoológico, obedeciendo acaso órdenes de algún
quejón con influencias, decidió poner un vidrio entre la jaula de “Gorgo” y su
público. El número de sus espectadores se redujo brutalmente. La consecuencia
más imprevisible e indeseada de tal medida, fue que “Gorgo” comenzó a
languidecer, decaer y enflaquecer, al punto que el veterinario jefe del zoo
pronosticó que tal cuadro depresivo tendría un desenlace fatal.
Sin embargo, el talento innato de
“Gorgo” lo llevó a crear otro número con el que volvió a conquistar y
reencantar a su público: comenzó masturbarse en el centro de la jaula mirando
con fijeza a una y a otro de los que volvieron a agradecer con aplausos y
carcajadas su irresistible vis cómica.
Yo creía haber olvidado al bueno de “Gorgo”, quien, confío e imagino, acaso todavía vive. Pero, como dije al comienzo, hojeando los diarios deste verano volví a recordarlo a él y a su grande y desinteresada humanidad.
Yo creía haber olvidado al bueno de “Gorgo”, quien, confío e imagino, acaso todavía vive. Pero, como dije al comienzo, hojeando los diarios deste verano volví a recordarlo a él y a su grande y desinteresada humanidad.
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