Por Omar Saavedra Santis
Comenzaba
febrero de 1945 cuando en el balneario de Yalta en el Mar Negro, se reunían
Churchill, Roosevelt y Stalin para acordar el destino de Europa después de la
guerra que desde hacía cinco años destripaba a Europa y el mundo. Pocos días
antes, la 322ª división de fusileros del Ejército Rojo había liberado Auschwitz
y tres meses después, primero en el Colegio Técnico de Reims y luego en el
barrio berlinés de Karlhorst, los últimos generales de Hitler firmarían ante
los aliados la capitulación y el fin del Tercer Reich. En algún momento del
encuentro cumbre en Yalta el premier británico (a quién, en aquel entonces,
Stalin solía alabar como “un hombre que el mundo sólo ve cada cien años”)
sugirió a sus aliados invitar al romano pontífice a hacerse parte activa de las
conversaciones sobre el reordenamiento europeo que habría de seguir a la
Segunda Guerra. Seguro que se trató de un practical
joke dirigido con calculada melifluidad al Supremo del Kremlin. Después de
escucharlo, Josef Wissarionowitsch (a quién, en aquel entonces, Churchill solía
alabar como “un gran hombre que toma sus decisiones con enorme amplitud de visión”)
dio una calmosa tirada a su pipa y respondió al rejonazo del inglés con
afectada pachorra: “… ustedes saben, señores, que las guerras se hacen con
soldados, tanques y cañones”, y agregó la pregunta famosa: “¿Cuántas divisiones
tiene el Papa?”. Por supuesto, tanto el padrecito Stalin como sus aliados Churchill
y Roosevelt sabían que las fuerzas armadas vaticanas de entonces no era más más
que una emperifollada Guardia Suiza la que, después de siglos de cristiana
beligerancia bajo las órdenes del Sumo Pontífice, había devenido en una
pintoresca guarnición de tarjeta postal cuya principal tarea milica consistía
en pulir sus alabardas y sacudir el emplumado de su morriones. La frase de
Stalin no fue una chirigota dictada por el cinismo sino una soberbia expresión de
ignorancia ante el poder de la iglesia y de la iglesia como poder.
Mi Reino no es de este mundo (Jn 18: 36)
No
era entonces (ni lo es ahora) condición imprescindible reconocer filas en
Cristo, mucho menos ser eclesiólogo, para saber que los últimos dos mil años de
historia de occidente serían, sin la entresijada aportación de las iglesias cristianas,
tan inimaginables e incomprensibles como lo sería el cristianismo mismo sin su
precedencia judía. Verdad es también que los orígenes de lo que, no sin un dejo
harto suficientillo, llamamos cultura occidental se hunden en tiempos bastante anteriores
a la escritura del Libro y a los 27 opúsculos del Nuevo Testamento. Como sea, basta
una ojeada leve a la teratológica enciclopedia de internet, para aventar
cualquier duda que se pudiera tener acerca de la omnipresencia de la idea y la
acción cristiana a lo largo, ancho y hondo de esa historia que se prolonga
hasta hoy y que, con cierta certeza, se prolongará todavía quién sabe hasta
cuándo. Ha sido un luengo tiempo en que la cruz, tanto en su alegórica
trascendencia como en su materialidad inexorable, ha estado presente en
nuestros humanos e inhumanos afanes en forma de esplendores fascinantes y
tinieblas despiadadas. Largo y doloroso fue el calvario que la prístina
cristiandad tuvo que recorrer antes de
que los emperadores Constantino y Licinius, en el año 313, pusieran sus sellos
en el acuerdo de Milán, el que, junto con buscar una efímera tregua en la
disputa de ambos por el poder total sobre un dividido imperio crepuscular, otorgaba a “los cristianos y a todos los
otros la libertad de seguir la religión que bien plugiesen, para que la
divinidad que está en el cielo, cualquiera ella fuere, nos sea propicia a
nuestra paz y prosperidad”. Aunque el documento estipulaba la devolución a la
joven iglesia de todos sus bienes y el libre acceso a sus lugares de culto, él
solo le aseguraba una igualdad de trato en relación a las muchas, aún existentes,
idolatrías tradicionales, no su preeminencia sobre ellas. Esta condescendencia
politeísta será breve. La iglesia ya había ganado y sumado para sí suficientes
almas con influencia en la gestión terrenal como para exigir la exclusión de
cualquier otro credo que no fuera el de la cruz. Así es como en el año 380 el
cristianismo obtiene de la magna autoridad imperial la concesión monopólica de
la fe para todos sus territorios. No fue un óbolo a cambio de nada, sino un
capítulo más de la milenaria práctica marchante: pasando y pasando. Porque a
cambio desta gracia concedida la iglesia decretó la sacralización del emperador,
la que le otorgaba a este un origen divino. Es la hora de nacencia del imperator christianissimus. Deste modo,
los imperios y monarquías que generaba el nuevo orden político recibirán de la
iglesia la acreditación teológica de su poder absoluto, un requisito
imprescindible para el ejercicio del mismo. Con toda modestia entonces, el
emperador renuncia a ser dios para convertirse en el Elegido de Dios para el
gobierno de los hombres; y con la misma modestia el Papa se hace proclamar “Vicario
de Cristo” en la tierra. En esta parte, valga recordar que, según Juan el
Evangelista, una de las frases fundacionales pronunciadas por Jesús ante
Pilatos fue: “Mi Reino no es de este mundo”. Así, la “fe verdadera” de los
católicos y la “fe verdadera” de los ortodoxos, de la mano con señores, reyes,
emperadores y zares cristianos dan inicio a los siglos misioneros de conversión:
la campaña religiosa militar más larga
que conoce la historia.
Y les dijo: id por el mundo y predicad el evangelio a
toda criatura. (Mc 16:15)
La cristianización
de Europa primero y la de América después, fueron prolongadas empresas de
cirugía mayor en el cuerpo de innúmeras turbas paganas (y también en el de opciones
cristianas discrepantes, que no han sido pocas) ejecutadas por mesnadas de
hábito y espada sin anestesia ni paliativos. La militarización del cristianismo
fue la consecuencia lógica de la doctrina de “la guerra justa” de la que
hablaba San Agustín. Las efemérides guerreras bajo el signo de la cruz
atiborran los calendarios cristianos desde sus albores constantinos hasta muy
entrado el siglo XX. En un estricto sentido pedestre la ecclesia militans mutó, con
éxito indiscutido, en ecclesia triumphans.
Los mares de agua bautismal en los que Occidente (nuestra América incluida) fue
obligado a navegar hacia su destino cristiano fueron tormentosos y espesamente
tintos. Quizá suene esto como una hipérbole truculenta, pero la sangre que
desborda los primeros dieciocho siglos de nuestra cristiana historia es
demasiada como para achacarla a un simple exceso de algunos creyentes a los que,
en algún momento de excesivo fervor, se les fue la mano. No. La cristianización
fue un pío maelstrom de dilatada violencia que multiplicó su contundencia
misional en perfecta concordancia con las sucesivas mitosis del cristianismo,
que lo hizo extenderse polimorfo, impetuoso e indetenible en las cuatro
direcciones. Desta energía reproductiva resultaron variadas fracciones
cristianas, algunas de las cuales parecieron empeñarse en emular entre ellas
por alcanzar la divina virtud a través de lo abyecto y del intercambio
recíproco de iniquidades. La belicosidad de los enfrentamientos entre las
fuerzas de la Reforma y la Contrarreforma, no fue en nada menor a la de los
cruzados contra los defensores del Islam. Asímismo, existe hoy amplio consenso histórico en reconocer que la
despiadada y exitosa jesuficación de América le significó a la iglesia una inimaginable
expansión de su tangible poder temporal en todas sus formas materiales, y una presencia
todavía mayor en el territorio de las mentes de los nuevos cristianos. Los
costos destas adquisiciones fue pagado en su totalidad por los indianos, los
buenos y los malos. A propósito desto, durante su visita a Brasil en mayo del
2007 el Papa Benedicto XVI afirmaba que
“efectivamente la Anunciación de Jesús y su Evangelio en ningún sentido
significó un confinamiento de las culturas precolombinas, y tampoco la
imposición de una cultura extraña”. Aunque lo dijo con toda seriedad, tal
agudeza habría arrancado una carcajada al propio Jorge de Burgos.
Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Mc 16:21)
La porfiada
memoria de archivos, libros y leyendas registra muchas frases memorables deste ímpetu
salvador de la iglesia. Como aquella del abad Arnaud Amaury, encargado papal de la campaña en el año 1209 contra
los albigenses en Béziers, quien ante la pregunta de sus cruzados cómo
distinguir entre la población los verdaderos creyentes de los herejes,
respondió: “Matadlos a todos. Dios sabrá reconocer a los suyos”. O la del jesuita
Georg Stengel el que en 1610, en sus clases de teología en la Universidad de
Ingolstadt apelaba a sus estudiantes: “¡Llamo en nombre de Dios, y tan fuerte
como puedo, no dejéis vivir a la brujas! ¡Esa peste humana debe ser eliminada
con fuego y espada!”. Y en 1853, en la revista jesuita vaticana “La Civiltà Cattolica”
se podía leer una opinión casi estética de su redactor Antonio Bresciani sobre
los autosdafé con que la Santa Inquisición iluminó por siglos las supuestas tinieblas
en nuestros corazones: “Un edificante espectáculo de perfección social”. Por su
parte y para no ser menos, Martín Lutero con su palabra de trueno, llamaba en
verano de 1525 a exterminar sin piedad a los siervos alzados en contra de sus
señores: “…es deber cristiano estrangular, robar, incendiar y hacer todo lo que
cause daño… es también una obra de amor…”. Entre muchos otros, Lutero dedica
buena parte de sus cientos (algunos dicen miles) de escritos a sus temas
favoritos: la condenación del Papa, el elogio de los príncipes, la increpación
a los súbditos contestatarios, el degradamiento de las mujeres y, muy
principalmente, la abominación del pueblo de Israel. En su escrito “De los
judíos y sus mentiras”, Lutero reclama con furibundia lo que cuatro siglos
después será demencial realidad: “…Que se entreguen al fuego sus sinagogas y
escuelas, y lo que no arda sea cubierto con tierra de modo que ningún hombre o
piedra o escoria sobreviva…”. En la contraparte católica abundan también, en
exceso, los llamados a extirpar a “los asesinos de Cristo” de la faz de la
tierra. Esta incriminación magna la escribió Santo Tomás de Aquino, piedra
basal de la teología católica, en su Summa
contra gentiles: “Ellos (los judíos) han pecado no solo como crucificadores
de Cristo, sino como los asesinos de Cristo y de Dios”. Esta inculpación del
Doctor Angelicus es tratada en vastedad y bastedad con acribia sistemática por
la revista jesuita arriba mencionada, “La Civiltà Cattolica”, la que durante
decenas de años y decenas de ediciones hizo del antijudaismo uno de sus temas
recurrentes. En 1880, el padre Giuseppe
Oreglia di Santo Stefano, en su artículo “Promulgación de leyes especiales
contra una raza corrupta en su esencia”, disparó sus fuegos anatemizantes
contra el principio de igualdad ciudadana proclamado por la Revolución
Francesa, porque avalaba la amenaza judía al orden social. El padre Oreglia
acusa a los judíos de conspiración para alcanzar el dominio del mundo y, según
temía el Papa de aquella época, esta conspiración incluía la destrucción de la
iglesia católica. Largo y abundoso es el registro de cristianos vituperios y
execraciones similares. El teólogo católico Hans Küng (condenado al ostracismo
magisterial por el Vaticano) afirma que “el nacional-socialismo habría sido
imposible, sin los siglos de antisemitismo de las iglesias cristianas”. Y el ex
jesuita Peter de Rosa observa que si Cristo resucitara en nuestro tiempo, para
orar buscaría una sinagoga, no una iglesia. No obstante, aunque el antijudaismo
sea de vieja data neotestamentaria y, desde la más temprana Edad Media, una práctica
multiforme del verbo y acto cristiano hasta convertirse en parte de un
imaginario popular que aún pervive en muchos, será durante la lúcida insanía
del Tercer Reich cuando alcanzará su cenit más oscuro con die Endlösung: el Holocausto como Solución Final de “la cuestión
judía”. Julius Streicher, agitador nazi de la primera hora, amigo y protegido personal
de Hitler, y director de “Der Stürmer”, el principal pornosemanario del antisemitismo
alemán, en octubre de 1946, durante su defensa ante el tribunal internacional
de Nuremberg que lo condenó a muerte por
crímenes contra la Humanidad, abundó en citas teológicas con las que
justificaba el demencial furor teutonicus
en el cumplimiento de lo que él consideraba había sido una misión civilizatoria
de rango providencial. No eran citas apócrifas ni espurias.
Y Jesús lloró (Jn 11:35)
En el pasado siglo
XX la principal iglesia cristiana volvió a
mostrar y demostrar su talento
milenario para mover sus piezas en el ajedrez de la política mundial. (Incluso
después que la Segunda Guerra Mundial lanzara el tablero al carajo). En apenas
veinticinco años el Vaticano firma tres acuerdos internacionales bipartitos que
no dejan dudas respecto de su calculada ubicuidad en el manejo de asuntos de
trascendencia epocal para un continente desolado por la Primera Guerra Mundial
y por las crisis que las siguieron y que desembocaron en la Segunda. Son los
Tratados Lateranos con la Italia de Mussolini en 1929 y los Concordatos con la Alemania de Hitler en
1933 y la España de Franco en 1953. Con la firma de estos documentos la iglesia
no solo resguarda, amplía y blinda sus intereses seculares en esos estados, con
ellos también clava picas de avanzada en el campo ideológico de su dura pugna
con las impetuosas corrientes igualitarias, materialistas y racionales del
pensamiento político que desde los días aciagos de la Revolución Francesa
habían ido infectando, impetuosas, mente y corazón de las plebes europeas. Las nuevas
iconoclasias como el socialismo, el comunismo, el anarquismo, eran amenazas
reales al orden social imperante en Europa del cual la iglesia era y se sabía parte
fundamental. A la sazón la joven Rusia Soviética y su aura salvífica (similar
en mucho a la cristiana primitiva) era un patrón ejemplar de tal peligro: uno
que había que conjurar. Es así como el 11 de febrero de 1929, en Roma, en el
Palazzo di San Giovanni in Laterano, Su Excelencia el Caballero Benito
Mussolini, en nombre del rey Vittorio Emanuele III y Su Eminencia Reverendísima
el cardenal Pietro Gasparri en nombre del Papa Pío XI, estampan su sello y
firma en los Pactos de Letrán. Por ellos, la Iglesia Católica recibió del
estado fascista una insólita suma de prebendas: la plena independencia y
soberanía de la Ciudad del Vaticano (esto es, la moderna corporeización de la iglesia
católica como estado); la religión católica, apostólica y romana es declarada
única religión del estado italiano; la enseñanza religiosa en las escuelas es
obligatoria; el estado italiano paga a la Iglesia Católica 1750 millones de
liras (aprox. 92 millones de dólares de la época) como indemnización por la
pérdida de sus territorios en 1870; reconocimiento a los cardenales de todos
“los honores debidos a los príncipes de sangre”. Esta suma de canonjías con
seguridad hizo sonreir dulcemente al Papa Pio XI, que tres días después de la
firma del tratado calificó a Mussolini como un “hombre que nos envió la
Providencia”. Laudes y loores eclesiásticos al Duce retumbaron en toda la
península itálica por años. Alfredo Ildefonso Schuster, cardenal arzobispo de
Milán, no vaciló en comparar al dictador fascista con los míticos emperadores
romanos César, Augusto y Constantino; y en otoño de 1935, en una homilía
dirigida a la juventud italiana proclamaba que a través de la obra del Duce,
“Dios había respondido desde el Cielo”. La obra a la que se refería el cardenal
Schuster era la invasión italiana a Abisinia (Etiopía) que concluiría con su
anexión colonial al “imperio italiano”: una guerra que costó al país africano
más de medio millón de víctimas civiles y contó con el apoyo fervoroso de la
alta jerarquía católica italiana. (Notabene I: la población etíope era y es
mayoritariamente cristiana. Notabene II: en 1996 el Papa Juan Pablo II incorporó
al Cardenal Schuster a la santa liga de los beatos católicos). Teniendo a la
vista el desarrollo posterior de las relaciones entre el Vaticano e Italia, el
historiador Lutz Klinkhammer concluye “que los Pactos Lateranenses catolizaron
al fascismo y fascistizaron al catolicismo”.
Cuatro
años después, el 8 de julio de 1933, en el mismo Palazzo di San Giovanni in
Laterano de Roma, en el mismo escritorio y en la misma sala donde fueron
sellados los Pactos de Letrán, Franz von Papen, Caballero de la Orden de Malta
y vice-canciller de Hitler, en nombre del Tercer Reich, y Eugenio Pacelli, cardenal
secretario de estado del Vaticano, en nombre del Papa XI, firmaban el Reichskonkordat,
que reglaba los derechos y deberes mutuos entre ambos estados. (Ambos
diplomáticos no simpatizaban entre sí, pero coincidían en su visceral anticomunismo
y antibolchevismo). Su Emcia.
Revma., Cardenal Eugenio Pacelli, había sido de 1917 hasta 1929 nuncio
apostólico en Munich y Berlín. (Después se convertiría en el papa número 259: Pío
XII). Era, por tanto, un insider alfa del convulso trajín político alemán de la
época. Como tal conocía en detalle y profundidad el gran proyecto político del
nacional-socialismo: su racismo desenfrenado y sus agresivos planes militares
de conquista del “espacio vital” que la raza aria requería para construir un
imperio de mil años. Ciertamente esto influyó en modo alguno ni en el texto del
Concordato ni en la decisión de sacarlo adelante, aún en contra de la opinión
de unos pocos dignatarios católicos alemanes, como Karl Joseph Schulte,
cardenal de Colonia, que opinó que “con una dictadura no se puede firmar ningún
concordato”. En varios acápites este tratado era, lógicamente, semejante
al de los Pactos Lateranos, como aquellos referidos al mutuo reconocimiento
diplomático de ambas partes, la libertad
del ejercicio público del culto católico, al cobro de un impuesto eclesial a
sus fieles, etc. Pero teniendo Alemania, entonces y ahora, una mayoritaria
población protestante, en el concordato con el Reich la parte vaticana renuncia
a cualquier pretensión de exclusividad. Otra particularidad del documento fue
su anexo secreto, donde se hace directa mención a los planes de remilitarización
del imperio aleman con los que Hitler mandaba al tacho de la basura el acuerdo
de Versalles que, como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, prohibía su
rearme. (La Segunda ya se anunciaba con el estruendo de pífanos y tambores). En
este adjunto secreto, la Santa Sede aceptaba que en el caso de movilización
general (la que se veía venir) los sacerdotes declarados aptos para el servicio
militar, se incorporarían a la Wehrmacht en calidad de capellanes y sanitarios.
El Reichskonkordat fue el primer gran triunfo diplomático de Hitler en el campo
internacional, y en política interior le significó limpiar de asperezas sus relaciones
con la curia alemana. El tratado terminó por tranquilizar al pueblo católico
alemán, que vió en él la aceptación y reconocimiento del Papa al clamor
nacional y popular por “ein Volk, ein Reich, ein Führer!”. La Conferencia
Alemana de Obispos consideró que el Concordato había hecho innecesarias sus
advertencias y admoniciones, con que hasta poco antes había cuestionado el
ingreso de sus fieles al NSDAP, y las retiró formalmente de todas sus homilías,
sermones y pláticas. “A partir de ahora”
– declaró el Führer- “los miembros del
Reich de confesión católica se ponen sin reservas al servicio del estado
nacional-socialista”. Michael
von Faulhaber, cardenal de Munich y hombre de confianza del cardenal Pacelli, en
esa ocasión escribió a Hitler: “Los que los viejos parlamentos y partidos
políticos no lograron en sesenta años, lo ha logrado vuestra visión de estadista en seis meses”. El mismo
cardenal, en la primavera de 1936, comentando las leyes raciales de Nuremberg
dictadas a fines de 1935 afirmará que “el estado tiene el derecho de proceder
en contra de los tumores del judaísmo”. Con estos asertos y muchos otros
parecidos el cardenal no podía ni pretendía escandalizar a nadie del bajo
pueblo o de la poderosa burguesía alemana de aquel tiempo; mucho menos a la
jerarquía eclesiástica. En sus palabras
el cardenal von Faulhaber se limitaba a expresar un sentimiento abonado en
siglos de enconada guerra santa contra los deicidas, renegados e infieles de
todos los pelajes. Entretanto, no pocos líderes de la otra gran iglesia
cristiana alemana tampoco escatimaban sus inflamadas declaraciones de apoyo y
fidelidad al Tercer Reich y su Führer. Algunas destas podrían ahora provocar
risas o sonrojos, pero en aquellos tiempos eran certeros desvaríos,
prolegómenos de lo que vendría después. Por ejemplo, aquella del Presidente
Distrital de Cristianos Alemanes del Gran Berlín, Dr. Reinhold Krause. El lunes
13 de noviembre de 1933, durante una asamblea general de su iglesia en el
Palacio del Deporte, ante una muchedumbre de 20.000 personas, el doctor Krause
exigía liberar a la iglesia alemana “…del Antiguo Testamento con su moral judía
a sueldo, con sus historias de mercaderes de ganado y proxenetas”; y terminaba
exhortando a “una renuncia definitiva a la acomplejada teología de chivo
expiatorio del rabino Pablo”. Estas delirantes reclamaciones del Dr. Krause
fueron aprobadas por la evangélica asamblea, solo con un voto en contra.
Pero
sin duda es con el Concordato entre la Santa Sede y España, del 27 de octubre
de 1953, cuando la iglesia católica hace un despliegue casi jactancioso de su
poder político en el manejo de asuntos terrenos a la sombra de la cruz. Es
cierto que en este documento reverbera entrelíneas el muy católico pasado español que, según la leyenda, comienza con el
peregrinaje evangelizador de Santiago el Mayor por los andurriales de Hispania
el año 33 d.C., y continúa con un clericalismo de siglos sin parangón en la
historia europea. Sin embargo, la redacción final del Concordato solo fue
posible después del aplastamiento de la República y la victoria de las tropas
nacionales bajo la conducción del Generalísimo Francisco Franco Bahamonde. Desde
el día mismo del alzamiento golpista el 17 de julio de 1936, los generales
facciosos, junto con la efectiva ayuda material de la Italia de Mussolini y la
Alemania de Hitler, recibieron de inmediato el respaldo de la iglesia católica.
Un apoyo que se mantuvo y amplió durante los largos tres años que duró el
conflicto. No se limitó esta adhesión a una verbalidad religiosa o una
repartija de hostias y bendiciones entre los falangistas, sino fue muy
concreta, con aportación regular de dinero, joyas y vituallas, que se
recolectaban en miles de iglesias,
parroquias y capillas. La iglesia católica vio la guerra civil española como una
cruzada. Así la definió desde un comienzo Marcelino Olaechea, obispo de
Pamplona, en su carta pastoral del 23 de agosto de 1936, cinco semanas después
del alzamiento en contra de la república, donde afirma que no se trata de una
guerra, “porque no es una guerra […] es una cruzada por la causa de Dios y por
España […] y la Iglesia no puede menos de poner cuanto
tiene a favor de los cruzados”. Y el obispo de Salamanca Enrique Ple y Deniel,
el 30 de septiembre de 1936 (el mismo día en que Franco se autoproclama jefe de
estado), en su famosa carta pastoral “Las Dos Ciudades”, fundamenta
teológicamente que la guerra contra la República era una “guerra justa” en el
sentido de Tomás de Aquino; una guerra santa en contra del “comunismo y el
anarquismo y su ideología que dirige al desdén, a la aversión hacia Dios,
Nuestro Señor”. Fue la primera andanada de la artillería pesada que la
jerarquía eclesiástica española, durante la guerra civil, descargó sin tregua
en contra de los impíos, la masonería, los liberales y demócratas, los “malos”
españoles y sus amigos extranjeros.
Curas de sotana y metralleta en ristre no fueron cosa rara en la España
dividida, tampoco lo fueron obispos con el brazo extendido en el saludo romano
y cantando “Cara al Sol”. La Guerra
Civil Española costó un millón de muertos. Fuentes franquistas afirman que seis
mil de ellos vestían hábito. Lo que no dicen es cuántos destos eran
republicanos. (Puede que no sean muchos, pero de haberlos los hubo). Después de
la derrota de la República laica, el Generalísimo Francisco Franco impuso una
severa recristanización católica de España. La guía maestra de su dictadura fue
el nacional-catolicismo, una doctrina que en la actualidad política española
goza todavía de buena salud y la mejor conectividad. Hasta el día de hoy muchas
diócesis de la iglesia española siguen conmemorando con acciones de gracia esta
“Cruzada Católica de Liberación” que llevó a Franco a convertirse por treinta y
siete años en “Caudillo de España por la Gracia de Dios”. El escritor Jorge
Semprún recuerda que durante la Semana Santa en Sevilla, la estatua de la
Virgen de la Macarena que es paseada en andas por la ciudad, aún viste la faja
roja con borlas doradas que perteneció al catoliquísimo general Gonzalo Queipo
del Llano, el mismo que después de la toma a sangre y fuego de Sevilla, proclamaba
en un discurso radial: “Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado
a los cobardes lo que significa ser hombre. Y de paso, también a las mujeres.
Después de todo esto, estos comunistas y anarquistas se lo merecen. ¿Es que no
han estado jugando al amor libre? Ahora, por lo menos ellas sabrán lo que son
hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que
forcejeen y pateen”. El Concordato de 1953 entre Franco y el Vaticano es un
catálogo de obsequiosidades del uno al otro. En pleno siglo XX a la iglesia
católica española le fueron concedidos privilegios que hacen recordar sus
mejores tiempos feudales. Verbi gratia: el estado español reconoce a la iglesia
católica el carácter de sociedad perfecta; la religión católica, apostólica, romana
es la única de la nación española; se entrega a la iglesia el control de la enseñanza;
se asegura el financiamiento estatal de la iglesia y del clero; se le otorga a
la iglesia católica espacios suficientes en todos los órganos de comunicación,
en especial radio y televisión, para la presentación y defensa de la verdad
católica; se le otorgan exenciones tributarias y subvenciones estatales ad
libitum. Franco por su parte recibió del Papa Pío XII, el total reconocimiento
y apoyo apostólico a su gobierno y gestión; le fue otorgado asimismo el
medieval derecho de investidura, que lo facultaba para nombrar sus propios candidatos
a obispos; se introduce un cambio en la liturgia por el que se establece que los
sacerdotes españoles diariamente elevarán preces por España y el Jefe del
Estado (“Ducem nostrum Francisco” - “nuestro Caudillo Francisco”); and last but
no least, al margen destas “Inter Sanctam Sedem et Hispania Sollemnes Conventiones”
el Papa Pío XII le concedió al Generalísimo el título honorífico de
protocanónico de Santa María Maggiore, una de las cinco basílicas papales en
Roma. Como yapa, digamos.
Por sus frutos los
conoceréis (Mt. 13: 16)
Naturalmente
estas desordenadas y torpes recordaciones de algunos pocos episodios que
ilustran el rigor y cálculo extremos con que la iglesia cristiana, en
particular la católica, ha intervenido y modelado por siglos nuestro devenir
terrenal, serían todavía de perspectiva más sesgada si ellas omitieran
mencionar que cada etapa destos “tiempos recios” (en el decir de Santa Teresa
de Ávila), nunca fue lineal, tampoco en blanco y negro, siempre de compleja
diferenciación. Además, en cada una de ellas existieron cabezas disidentes al
interior mismo del cristianismo que se alzaron contradicentes a lo mandatado o
ejecutado por sus jerarquías. No fue una oposición de coser y cantar. En
defensa de sus posiciones de poder (alcanzadas a través de feroces luchas
intestinas) la superioridad eclesiástica no vaciló en utilizar sus guantes de
acero, no siempre envueltos en encajes de Bruselas, en contra de los
discrepantes. El mejor argumento para combatirlos fue siempre la acusación de
apostasía, de desviación ideológica del pespunte con que los papas, cardenales
y obispos de turno hilvanaban los dogmas con que justificaban su pensamiento y acción
magisterial. Erasmus, Galileo, Jan Hus, Giordano Bruno, Savonarola, Pico della
Mirandola y tantos otros nombres de resonancia más suave pero de coraje no
menor, fueron los precursores de la despaciosa mudanza de la iglesia, que ha llevado al rudo leviatán
ancestral de la fe a representar hoy una esposa más o menos moderna del Cordero
de Dios. Es este un proceso que está muy lejos de concluir. Ciertamente la
iglesia de hoy no es la misma de ayer (Pero Grullo dixit); los disidentes católicos
de hoy ya no arriesgan un tercer grado de la Santa Inquisición, aunque tampoco salen
librados de los castigos e interdicciones previstas para ellos en el código
penal canónico. La luz del aggiornamento proclamado
por Juan XXIII en vísperas del Segundo Concilio en 1962 aun no logra irrumpir
en las tantas oscuridades que todavía se extienden impertérritas por los pasillos
vaticanos, los más largos y sinuosos de la cristiandad. De sobra es sabido que
en las cavas de la Basílica de San Pedro no solo yacen los restos mortales de
algunas decenas de sumos pontífices, sino también siglos de secretos
impronunciables, incluidos aquellos.
Si
el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo (Mt 15:14)
Volviendo
a la boba pregunta de Stalin con que empieza este artículo, puede afirmarse con
alguna certidumbre que intentar encuadrar el poder real del Papa en alguna
estadística de números e ítems, sería una faena de mucho engorro y magros
resultados. Tal afán sería, desde un grosero punto de vista contante y sonante -y
perdonando el bruto símil- tan vano como intentar poner en letra clara los
negocios de los diez primeros del ranking Forbes. En ambos casos se trata de magnitudes no imaginables ni
comparables. Sería empero, un error de lesa imaginación y clara señal de mala
leche apostrofar al Papa como CEO de alguna hipertransnacional. Lo que diferencia
el poder papal de todos aquellos otros tan mundanos con que nos enfrentamos a
este lado del espejo, es su carácter sobrenatural; uno que emana directamente
de altas fuentes celestiales y le otorga al Papa una esencialidad etérea, no accesible
a quienes no comparten la fe que la origina. Llegado a este punto, y
parafraseando a Enrique Santos Discépolo, surge otra pregunta de trivialidad
mucho más jodida que la de Stalin: ¿dónde estaba Dios cuando todo esto? Esa es
una cuestión que atañe a los creyentes. Los ateos tienen poco y nada que decir
al respecto. Heinrich Böll, premio Nobel de Literatura, católico practicante y
crítico feroz de su iglesia, solía afirmar suspiroso que si algo le aburría de
los ateos, era que se la pasaban hablando de Dios. Esto, a propósito del
fastidio que le provocaban esos no creyentes que, en cualquier oportunidad y a
propósito de escopeta, gustan sacar a colación “ese Ser Supremo que adoramos”,
para darse enseguida a intentar demostrar su inexistencia con argumentos de
razón. Empresa, según Böll, tan estéril como la de aquellos creyentes que se
empeñan en demostrar lo contrario con argumentos de fe. Las catilinarias de
algunos ateos sobre el Altísimo le parecían al maestro colonés tan interesantes
como la disertación de un calvo sobre peinetas. A Böll le parecía de elemental
sentido común dejar que sean los propios creyentes los que se hagan cargo del
objeto y sujeto de sus dogmas. A propósito de lo mismo, vale recordar que fue
el propio Maestro el que recomendó a los
suyos dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Se entiende
que no lo dijo como consejo tributario, sino para advertir a los fariseos que
no mezclaran las aguas lustrales de la fe con los lodos terrenales deste valle
de lágrimas. Pero como ha ocurrido con tantas de sus sabias recomendaciones,
también esta ha sido religiosamente desoída por muchos de sus seguidores. Sin
embargo, es dable pensar que esta fastidiosa incredulidad de los ateos acaso no
esté dictada por un compulsivo instinto de cuestionar la existencia de un Dios
sino más bien como una reacción al discurso de aquellos que lo arrancaron a ÉL de
la profundidad de sus alturas para en seguida auto ungirse en sus voceros sobre
la tierra y darse a la ingente tarea de transformarlo, entre muchas otras
cosas, en religión, en templo, en ley, en instrumento y, también en mercadería.
Sea como fuere, la próxima visita del Papa actual en esta esquina austral del
mundo, ha servido para desempolvar las responsabilidades y deberes incumplidos de una iglesia universal
frente a su tiempo real, algo diferente al que imaginan muchos de sus
principales.